Óscar Mayorga
LAS TARDES
CON
LA ABUELA
RETRATO
DE FAMILIA EN LA DISTANCIA
CONSEJO
ESTATAL PARA LAS CULTURAS Y LAS ARTES DE CHIAPAS
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—Ahora te contaré de la rama española de mi familia, los
Maldonado Fernández –dijo la abuela en otra de aquellas tardes de café y
pastelillos en el corredor de la Casa de las Bugambilias.
Andrés había partido a la Ciudad de México a continuar sus
estudios en la Universidad Nacional, poco después de su cumpleaños. Ahora
estaba de vacaciones de Navidad y, como siempre, visitaba a la abuela Pina,
para continuar con las conversaciones que cumplían con el regalo de cumpleaños.
Era la época de secas y las tardes eran más calurosas que cuando llovía. En
varias ocasiones la visita de Andrés a su abuela se prolongaba más de lo
acostumbrado y más de una vez se había quedado a cenar con ella. Su madre se
quejaba de que él pasaba más tiempo de sus vacaciones en casa de la abuela que
en su propia casa, pero Andrés no se preocupaba mucho porque cada vez
disfrutaba más lo que Pina Maldonado le contaba. A lo largo de todas esas
charlas, la relación entre ellos se había fortalecido mucho más. Andrés
admiraba la lucidez, la sensibilidad y la inteligencia de su abuela y sus
grandes dotes de narradora.
—¿Por qué nunca escribiste todo esto? –le preguntó una vez.
—Para darte la oportunidad de que un día lo hicieras tú –le
había contestado ella sonriendo. Andrés sabía, lo sabía toda la familia, que la
abuela llevaba un diario, pero él no se atrevió nunca a pedirle que se lo
dejara leer. Prefería esas confidencias de las tardes que eran sólo de ellos
dos.
Luis Maldonado nació en un pueblo de los alrededores de
Valencia, España, a principios del siglo XIX, hacia 1805. Su familia, como
tantas otras de su pueblo, vivía agobiada por la situación económica de la
época y el número de hijos que aumentaba fielmente casi cada año. “Madre estaba
siempre embarazada; no la recuerdo de otra manera: siempre estaba esperando un
hijo –recordaba años después Luis cuando les hablaba a sus hijos de su infancia
en el pueblo–. No sé cuántos fuimos porque varios murieron muy chicos, yo recuerdo
sólo a ocho; la vida de aquel tiempo era muy dura para los campesinos”, les
decía. La poca tierra con que los Maldonado de Valencia contaban iba a ser la
herencia del primogénito; el hermano segundo y los que seguían después,
tendrían que buscar en otras partes un destino mejor. Si tenían suerte,
encontrarían a alguna heredera de algunas
tierras, se casarían con ella y así se harían de una
propiedad que trabajarían para su nueva familia que, con el tiempo, repetiría
el mismo esquema. Pero eso no sucedía siempre; muchas veces los jóvenes tenían
que dejar el pueblo y la patria y buscar fortuna en otras partes. Se esperaba
también que las hijas se casaran con alguno que tuviera los medios para
asegurar su futuro. “Sí, eran épocas difíciles, se trabajaba mucho y se rendía
poco y aunque nacían muchos hijos, había también una gran mortalidad infantil”.
Muy joven Luis Maldonado emigró a América a pesar de que las
antiguas colonias estaban en plena ebullición independentista. No obstante
haber nacido en un pequeño pueblo campesino donde había que trabajar duro para
sacarle un poco de provecho a la tierra y cuidar los rebaños de ovejas desde
que era niño, o tal vez por eso, Luis tuvo desde muy pequeño la inquietud de
conocer el mundo. No había podido siquiera terminar la escuela primaria, pero
de jovencito le gustaba leer los libros que caían en sus manos, especialmente
aquellos que narraban viajes y aventuras. “El mundo es muy grande, pensaba,
para quedarse encerrado entre los cerros del pueblo”. Por eso, en cuanto pudo,
con el entusiasmo de la juventud, decidió cruzar el Atlántico, conocer un poco
del llamado Nuevo Mundo y probar fortuna en aquellas tierras de Dios. Era muy
piadoso y tenía confianza en que Dios lo cuidaba en todo momento. Su madre le
había enseñado, junto con sus hermanos, desde que era muy chico, a rezar todas
las tardes, al final de la jornada. La familia entera, que aumentaba con la
continua llegada de los hijos, se reunía junto al hogar de la chimenea y
rezaban juntos el rosario a la caída de la tarde. Después, una vez que los
niños se iban a la cama, la madre iba a darles en la frente el beso de las
buenas noches y rezaba con ellos una invocación al Ángel de la guarda, que Luis
nunca olvidó. Hasta el final de su vida seguía repitiendo todas las mañanas al
despertarse y cada noche antes de conciliar el sueño: “Ángel de mi guarda,
dulce compañía, vela junto a mí de noche y de día, no me desampares que me
perdería”.
Junto con un primo y otro muchacho, amigo de ambos, se
embarcó en Barcelona y partió rumbo al Nuevo Mundo, que seguía siendo tierra de
esperanza para iniciar una vida mejor. Como eran jóvenes, los tres valencianos
tenían el corazón pronto a la aventura y a lo inesperado. Después de un viaje
de muchos días, sin mayores problemas, a través del Atlántico, desembarcaron en
Cuba y de allí, después de muchas peripecias, unos meses más tarde, pudieron
comunicarse con un tío de los Maldonado que vivía en Guatemala. El tío los
animó a establecerse en la capital, llamada todavía la Nueva Guatemala o Guatemala de la Asunción, que
sustituyó a la Antigua, destruida por un terremoto muchos años atrás, en 1773,
la que, a su vez, había sustituido a la primera ciudad de Guatemala, llamada
Santiago de los Caballeros, fundada por Pedro de Alvarado en 1513 y destruida
por el Volcán de Agua que la había inundado completamente durante la erupción
de 1541.
Después de un tiempo, los otros dos se dirigieron a
Quezaltenango. Luis Maldonado se quedó a trabajar con su tío quien lo inició en
el comercio del café, cultivo que estaba iniciándose apenas y que sería
estimulado años más tarde, durante el régimen del presidente Justo Rufino
Barrios. Luis se dedicaba a comprar las cosechas de los pequeños agricultores
antes de que éstas se recogieran, dándoles préstamos adelantados que generaban
intereses y que le aseguraban los quintales de café a un precio muy bajo. Él
entregaba el producto obtenido a los grandes propietarios de fincas cafetaleras
de la costa para los que trabajaba y se quedaba con una buena comisión. A pesar
de que muchas veces su conciencia le reprochaba ese tipo de trabajo que
atentaba contra los campesinos, se daba cuenta de que, por sí solo, no podía
cambiar las cosas. Se prometió que nunca olvidaría que lo que él ganaba era
gracias al esfuerzo de mucha gente y que, siempre que pudiera, ayudaría a los
que lo necesitaran. Como era inteligente y tenía buen trato con la gente, muy
pronto Luis desarrolló muchas habilidades para esas operaciones en las que él
no arriesgaba más que su propio tiempo y su trabajo. Él era un mero
intermediario, habilitador, se le llamaba, pero que ganaba más que los
campesinos que trabajaban duramente a lo largo de todo el año.
—Una injusticia más del sistema en que se vivía y que no ha
cambiado mucho desde entonces –dijo la abuela Pina.
Después de unos años, Luis llegó a hacer un pequeño capital
y entonces pensó en fundar una familia en aquella tierra tan próspera para él.
En Guatemala se vivía mejor que en su pueblo y no dudó un momento en quedarse
definitivamente allí. Además de que le gustaba el país, se entendía muy bien
con la gente y, en general, era feliz, mucho más de lo que jamás lo fuera en su
propia tierra. En Valencia había dejado a una novia con la que había mantenido
correspondencia durante esos años. Su recuerdo había sido siempre un estímulo
para progresar porque al partir de Valencia le había prometido que volvería
para casarse con ella. Ella también le había hecho una promesa.
—Te esperaré todo el tiempo que sea necesario –le había
dicho cuando él partió y se lo reiteraba en casi todas las cartas.
Cuando Luis consideró oportuno, le escribió a los padres de
la joven pidiéndoles la mano de su hija. Regresar a casarse a Valencia
significaba un desembolso de dinero que podía evitarse si la boda se hacía por
poder y ella venía a América donde estaría esperándola. La familia Fernández
aceptó porque conocía bien a Luis y a toda la familia Maldonado. Trinidad
Fernández era una bellísima joven de largos cabellos rubios y rizados, grandes
ojos verdes, risueños, como palomas soñadoras. Tenía veinticuatro años y si
bien su familia tenía un remoto origen sefardita, en aquel entonces todos eran
ya cristianos. Marranos, les solían llamar en Valencia a los Fernández en el
pasado, le había contado su abuela a Trinidad. Los Fernández, como muchas otras
familias de apellidos terminados en “ez” (que significa “hijo de”) como: López,
Sánchez, Ramírez, Martínez, González o Méndez, se decía que eran de origen
sefardita, de aquellos hebreos radicados en la Península Ibérica desde tiempos
de los romanos y que habían sido expulsados en tiempos de los Reyes Católicos. Pero
la tradición contaba que ellos esperaban regresar un día a la antigua Sefarad,
como llamaban a España, y se habían llevado consigo al partir la llave de su
casa. Comunidades enteras de esos sefarditas expulsados conservaron su lengua,
el ladino, especie de español antiguo, y sus costumbres, donde quiera que se
establecieron. Los que abjuraron de su fe hebrea, se convirtieron al
cristianismo y pudieron salvarse de la muerte o del exilio. Porque muchos de
ellos perdieron la vida en la Inquisición, acusados de seguir practicando su
religión. Como solían ser familias acomodadas, al ejecutarlos se decomisaban
sus propiedades, por lo que la denuncia verdadera o falsa contra los judíos,
tenía también un interés económico. La ignorancia de la época los acusaba de
practicar misas negras y orgías donde se alimentaban con carne de niños recién
nacidos. El apelativo de marranos era infamante, pero los sefarditas lo
portaban hasta cierto punto con orgullo, porque significaba que eran distintos,
que seguían siendo el Pueblo Escogido y que seguirían siendo fieles a su fe en
el Dios único, cuyo nombre es Santo.
Cuando Luis conoció a Trinidad, que vivía en un pueblo
vecino al suyo, la familia Fernández estaba ya completamente integrada a la
cultura cristiana de los lugareños. Sin embargo, algo quedaba de aquel rescoldo
lejano y los propios hermanos de Luis se referían a la joven Trinidad como la
Marrana. Cuando él partió rumbo a América ella le prometió por su Dios que lo
esperaría toda la vida. Y Luis cumpliría su promesa de casarse con ella.
La boda se llevó a cabo en Valencia y a Luis lo representó
su hermano mayor, el que se había quedado en el pueblo. Trinidad hizo sola el
largo viaje en barco hasta Nueva Orleans y de allí se embarcó rumbo al Puerto
de Santa María, hoy Puerto Barrios, en Guatemala, donde Luis la esperaba.
Habían pasado varios años y aquellos que se habían despedido siendo casi
adolescentes, eran ahora un hombre y una mujer “hechos y derechos”. Luis
Maldonado se había dejado la barba y eso le daba más años de los veintiséis que
realmente tenía. Trinidad estaba más bella aun de lo que él la recordaba. El
encuentro en el muelle del Puerto de Santa María fue muy emotivo. Ella
descendió a través de la pequeña pasarela del barco en que había viajado desde
Nueva Orleans y reconoció inmediatamente a Luis, a pesar de la barba y de la
piel bronceada por el sol americano que ahora tenía. Él no podía dar crédito a
sus ojos y su corazón se puso a palpitar
tan fuerte que creyó que le iba a estallar en el pecho.
Allí, frente a él estaba una mujer rubia y elegante, con un vestido largo de
raso verde y un sombrerito, según la moda de la época, que hacía juego con el
traje. Todas las miradas estaban puestas en ella mientras descendía la
escalerilla del barco. Luis no recordaba que fuera tan bella. La tomó en sus
brazos y la besó en los labios sin importarle que estaban a la vista de todos.
Una vez que hubieron recogido el baúl y las maletas de Trinidad, tomaron un
coche de alquiler que los llevó a un pequeño hotel en el mismo Puerto de Santa
María, donde podrían descansar y donde iniciarían una luna de miel que iba a
durar más de cuarenta años. Después de unos días se trasladaron a Guatemala. Se
quisieron siempre y fueron grandes amantes todo el tiempo que vivieron juntos,
hasta que la muerte los separó.
Los nuevos esposos establecieron su hogar en la ciudad de
Guatemala, aunque Luis viajaba gran parte del año por la región de la Costa por
los negocios del café. Desde que decidió casarse y seguir a Luis en su nueva
tierra, Trinidad pensó que se daría a esa nueva vida completamente. Para eso
decidió también integrarse plenamente al estilo de vida y a las costumbres
guatemaltecas. Sería en verdad una nueva vida, donde todo el pasado quedaría
atrás y no contaría más. Incluso el apelativo de la Marrana nunca más lo volvió
a oír. Ahora era la Mesha, la Canche, la Güera, es decir, la rubia, por el
color de sus ojos y sus cabellos. Pero eso, lejos de molestarla, le agradaba.
La tierra guatemalteca y los chapines la recibieron desde el principio muy bien
y ella nunca echó de menos a su familia ni a su pueblo. La gente era amable con
ella y pronto se llegó a sentir totalmente integrada
a la cultura y a las costumbres de Guatemala. Y, sobre todo,
Luis la adoraba y, en poco tiempo, los hijos empezaron a llegar.
Después de unos años, en cuanto pudo establecerse en un
trabajo propio, Luis empezó a trabajar por su cuenta. Había acumulado un buen
capital y se le presentó la oportunidad de adquirir un buen negocio en
Huehuetenango y así lo hizo. Luis y Trinidad, que ya tenían cuatro hijos, se
mudaron a una finca enorme en las afueras de Huehuetenango, donde los niños
tenían todo el espacio que quisieran para correr y jugar. Con el tiempo dieron
por llamar a la finca la Casa Grande. En el jardín Trinidad cultivaba rosas y
violetas y había también una huerta grande con muchos árboles frutales. A Luis
le gustaban mucho los perros y tenía algunos de muy buena raza que cuidaban la
casa por las noches y durante el día eran la adoración de los niños. Tenía
también muy buenos caballos y dos coches tipo calesa en los cuales se
transportaban al centro de Huehuetenango. Todos se sentían felices. Allí
nacieron otros tres hijos, el menor de ellos, mi padre, Fermín Maldonado, en
1850, cuando la abuela Trinidad tenía ya más de cuarenta años.
Los Maldonado Fernández eran muy bien apreciados por la
sociedad huehueteca. Eran ricos, trabajadores, buenos cristianos y guapos, decía
la gente. Sus hijos crecían sanos y la vida les sonreía en todos los aspectos.
La poca belleza de la familia, según la abuela Pina, procedía, sin duda, de
ellos. Tanto Luis como Trinidad eran de facciones finas, ojos claros y cabellos
rubios. Al menos, era un tipo de belleza que se admiraba mucho en aquella época
en la sociedad guatemalteca, donde la mayoría indígena o mestiza de la
población daba un toque moreno a la piel de los guatemaltecos. Ambos habían
perdido su acento valenciano y hablaban como verdaderos chapines.
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