lunes, 27 de marzo de 2017

LAS TARDES CON LA ABUELA- LOS MALDONADO FERNANDEZ

Óscar Mayorga
LAS TARDES
CON LA ABUELA
RETRATO DE FAMILIA EN LA DISTANCIA
CONSEJO ESTATAL PARA LAS CULTURAS Y LAS ARTES DE CHIAPAS
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—Ahora te contaré de la rama española de mi familia, los Maldonado Fernández –dijo la abuela en otra de aquellas tardes de café y pastelillos en el corredor de la Casa de las Bugambilias.
Andrés había partido a la Ciudad de México a continuar sus estudios en la Universidad Nacional, poco después de su cumpleaños. Ahora estaba de vacaciones de Navidad y, como siempre, visitaba a la abuela Pina, para continuar con las conversaciones que cumplían con el regalo de cumpleaños. Era la época de secas y las tardes eran más calurosas que cuando llovía. En varias ocasiones la visita de Andrés a su abuela se prolongaba más de lo acostumbrado y más de una vez se había quedado a cenar con ella. Su madre se quejaba de que él pasaba más tiempo de sus vacaciones en casa de la abuela que en su propia casa, pero Andrés no se preocupaba mucho porque cada vez disfrutaba más lo que Pina Maldonado le contaba. A lo largo de todas esas charlas, la relación entre ellos se había fortalecido mucho más. Andrés admiraba la lucidez, la sensibilidad y la inteligencia de su abuela y sus grandes dotes de narradora.
—¿Por qué nunca escribiste todo esto? –le preguntó una vez.
—Para darte la oportunidad de que un día lo hicieras tú –le había contestado ella sonriendo. Andrés sabía, lo sabía toda la familia, que la abuela llevaba un diario, pero él no se atrevió nunca a pedirle que se lo dejara leer. Prefería esas confidencias de las tardes que eran sólo de ellos dos.
Luis Maldonado nació en un pueblo de los alrededores de Valencia, España, a principios del siglo XIX, hacia 1805. Su familia, como tantas otras de su pueblo, vivía agobiada por la situación económica de la época y el número de hijos que aumentaba fielmente casi cada año. “Madre estaba siempre embarazada; no la recuerdo de otra manera: siempre estaba esperando un hijo –recordaba años después Luis cuando les hablaba a sus hijos de su infancia en el pueblo–. No sé cuántos fuimos porque varios murieron muy chicos, yo recuerdo sólo a ocho; la vida de aquel tiempo era muy dura para los campesinos”, les decía. La poca tierra con que los Maldonado de Valencia contaban iba a ser la herencia del primogénito; el hermano segundo y los que seguían después, tendrían que buscar en otras partes un destino mejor. Si tenían suerte, encontrarían a alguna heredera de algunas
tierras, se casarían con ella y así se harían de una propiedad que trabajarían para su nueva familia que, con el tiempo, repetiría el mismo esquema. Pero eso no sucedía siempre; muchas veces los jóvenes tenían que dejar el pueblo y la patria y buscar fortuna en otras partes. Se esperaba también que las hijas se casaran con alguno que tuviera los medios para asegurar su futuro. “Sí, eran épocas difíciles, se trabajaba mucho y se rendía poco y aunque nacían muchos hijos, había también una gran mortalidad infantil”.
Muy joven Luis Maldonado emigró a América a pesar de que las antiguas colonias estaban en plena ebullición independentista. No obstante haber nacido en un pequeño pueblo campesino donde había que trabajar duro para sacarle un poco de provecho a la tierra y cuidar los rebaños de ovejas desde que era niño, o tal vez por eso, Luis tuvo desde muy pequeño la inquietud de conocer el mundo. No había podido siquiera terminar la escuela primaria, pero de jovencito le gustaba leer los libros que caían en sus manos, especialmente aquellos que narraban viajes y aventuras. “El mundo es muy grande, pensaba, para quedarse encerrado entre los cerros del pueblo”. Por eso, en cuanto pudo, con el entusiasmo de la juventud, decidió cruzar el Atlántico, conocer un poco del llamado Nuevo Mundo y probar fortuna en aquellas tierras de Dios. Era muy piadoso y tenía confianza en que Dios lo cuidaba en todo momento. Su madre le había enseñado, junto con sus hermanos, desde que era muy chico, a rezar todas las tardes, al final de la jornada. La familia entera, que aumentaba con la continua llegada de los hijos, se reunía junto al hogar de la chimenea y rezaban juntos el rosario a la caída de la tarde. Después, una vez que los niños se iban a la cama, la madre iba a darles en la frente el beso de las buenas noches y rezaba con ellos una invocación al Ángel de la guarda, que Luis nunca olvidó. Hasta el final de su vida seguía repitiendo todas las mañanas al despertarse y cada noche antes de conciliar el sueño: “Ángel de mi guarda, dulce compañía, vela junto a mí de noche y de día, no me desampares que me perdería”.
Junto con un primo y otro muchacho, amigo de ambos, se embarcó en Barcelona y partió rumbo al Nuevo Mundo, que seguía siendo tierra de esperanza para iniciar una vida mejor. Como eran jóvenes, los tres valencianos tenían el corazón pronto a la aventura y a lo inesperado. Después de un viaje de muchos días, sin mayores problemas, a través del Atlántico, desembarcaron en Cuba y de allí, después de muchas peripecias, unos meses más tarde, pudieron comunicarse con un tío de los Maldonado que vivía en Guatemala. El tío los animó a establecerse en la capital, llamada todavía la Nueva Guatemala o Guatemala de la Asunción, que sustituyó a la Antigua, destruida por un terremoto muchos años atrás, en 1773, la que, a su vez, había sustituido a la primera ciudad de Guatemala, llamada Santiago de los Caballeros, fundada por Pedro de Alvarado en 1513 y destruida por el Volcán de Agua que la había inundado completamente durante la erupción de 1541.
Después de un tiempo, los otros dos se dirigieron a Quezaltenango. Luis Maldonado se quedó a trabajar con su tío quien lo inició en el comercio del café, cultivo que estaba iniciándose apenas y que sería estimulado años más tarde, durante el régimen del presidente Justo Rufino Barrios. Luis se dedicaba a comprar las cosechas de los pequeños agricultores antes de que éstas se recogieran, dándoles préstamos adelantados que generaban intereses y que le aseguraban los quintales de café a un precio muy bajo. Él entregaba el producto obtenido a los grandes propietarios de fincas cafetaleras de la costa para los que trabajaba y se quedaba con una buena comisión. A pesar de que muchas veces su conciencia le reprochaba ese tipo de trabajo que atentaba contra los campesinos, se daba cuenta de que, por sí solo, no podía cambiar las cosas. Se prometió que nunca olvidaría que lo que él ganaba era gracias al esfuerzo de mucha gente y que, siempre que pudiera, ayudaría a los que lo necesitaran. Como era inteligente y tenía buen trato con la gente, muy pronto Luis desarrolló muchas habilidades para esas operaciones en las que él no arriesgaba más que su propio tiempo y su trabajo. Él era un mero intermediario, habilitador, se le llamaba, pero que ganaba más que los campesinos que trabajaban duramente a lo largo de todo el año.
—Una injusticia más del sistema en que se vivía y que no ha cambiado mucho desde entonces –dijo la abuela Pina.
Después de unos años, Luis llegó a hacer un pequeño capital y entonces pensó en fundar una familia en aquella tierra tan próspera para él. En Guatemala se vivía mejor que en su pueblo y no dudó un momento en quedarse definitivamente allí. Además de que le gustaba el país, se entendía muy bien con la gente y, en general, era feliz, mucho más de lo que jamás lo fuera en su propia tierra. En Valencia había dejado a una novia con la que había mantenido correspondencia durante esos años. Su recuerdo había sido siempre un estímulo para progresar porque al partir de Valencia le había prometido que volvería para casarse con ella. Ella también le había hecho una promesa.
—Te esperaré todo el tiempo que sea necesario –le había dicho cuando él partió y se lo reiteraba en casi todas las cartas.
Cuando Luis consideró oportuno, le escribió a los padres de la joven pidiéndoles la mano de su hija. Regresar a casarse a Valencia significaba un desembolso de dinero que podía evitarse si la boda se hacía por poder y ella venía a América donde estaría esperándola. La familia Fernández aceptó porque conocía bien a Luis y a toda la familia Maldonado. Trinidad Fernández era una bellísima joven de largos cabellos rubios y rizados, grandes ojos verdes, risueños, como palomas soñadoras. Tenía veinticuatro años y si bien su familia tenía un remoto origen sefardita, en aquel entonces todos eran ya cristianos. Marranos, les solían llamar en Valencia a los Fernández en el pasado, le había contado su abuela a Trinidad. Los Fernández, como muchas otras familias de apellidos terminados en “ez” (que significa “hijo de”) como: López, Sánchez, Ramírez, Martínez, González o Méndez, se decía que eran de origen sefardita, de aquellos hebreos radicados en la Península Ibérica desde tiempos de los romanos y que habían sido expulsados en tiempos de los Reyes Católicos. Pero la tradición contaba que ellos esperaban regresar un día a la antigua Sefarad, como llamaban a España, y se habían llevado consigo al partir la llave de su casa. Comunidades enteras de esos sefarditas expulsados conservaron su lengua, el ladino, especie de español antiguo, y sus costumbres, donde quiera que se establecieron. Los que abjuraron de su fe hebrea, se convirtieron al cristianismo y pudieron salvarse de la muerte o del exilio. Porque muchos de ellos perdieron la vida en la Inquisición, acusados de seguir practicando su religión. Como solían ser familias acomodadas, al ejecutarlos se decomisaban sus propiedades, por lo que la denuncia verdadera o falsa contra los judíos, tenía también un interés económico. La ignorancia de la época los acusaba de practicar misas negras y orgías donde se alimentaban con carne de niños recién nacidos. El apelativo de marranos era infamante, pero los sefarditas lo portaban hasta cierto punto con orgullo, porque significaba que eran distintos, que seguían siendo el Pueblo Escogido y que seguirían siendo fieles a su fe en el Dios único, cuyo nombre es Santo.
Cuando Luis conoció a Trinidad, que vivía en un pueblo vecino al suyo, la familia Fernández estaba ya completamente integrada a la cultura cristiana de los lugareños. Sin embargo, algo quedaba de aquel rescoldo lejano y los propios hermanos de Luis se referían a la joven Trinidad como la Marrana. Cuando él partió rumbo a América ella le prometió por su Dios que lo esperaría toda la vida. Y Luis cumpliría su promesa de casarse con ella.
La boda se llevó a cabo en Valencia y a Luis lo representó su hermano mayor, el que se había quedado en el pueblo. Trinidad hizo sola el largo viaje en barco hasta Nueva Orleans y de allí se embarcó rumbo al Puerto de Santa María, hoy Puerto Barrios, en Guatemala, donde Luis la esperaba. Habían pasado varios años y aquellos que se habían despedido siendo casi adolescentes, eran ahora un hombre y una mujer “hechos y derechos”. Luis Maldonado se había dejado la barba y eso le daba más años de los veintiséis que realmente tenía. Trinidad estaba más bella aun de lo que él la recordaba. El encuentro en el muelle del Puerto de Santa María fue muy emotivo. Ella descendió a través de la pequeña pasarela del barco en que había viajado desde Nueva Orleans y reconoció inmediatamente a Luis, a pesar de la barba y de la piel bronceada por el sol americano que ahora tenía. Él no podía dar crédito a sus ojos y su corazón se puso a palpitar
tan fuerte que creyó que le iba a estallar en el pecho. Allí, frente a él estaba una mujer rubia y elegante, con un vestido largo de raso verde y un sombrerito, según la moda de la época, que hacía juego con el traje. Todas las miradas estaban puestas en ella mientras descendía la escalerilla del barco. Luis no recordaba que fuera tan bella. La tomó en sus brazos y la besó en los labios sin importarle que estaban a la vista de todos. Una vez que hubieron recogido el baúl y las maletas de Trinidad, tomaron un coche de alquiler que los llevó a un pequeño hotel en el mismo Puerto de Santa María, donde podrían descansar y donde iniciarían una luna de miel que iba a durar más de cuarenta años. Después de unos días se trasladaron a Guatemala. Se quisieron siempre y fueron grandes amantes todo el tiempo que vivieron juntos, hasta que la muerte los separó.
Los nuevos esposos establecieron su hogar en la ciudad de Guatemala, aunque Luis viajaba gran parte del año por la región de la Costa por los negocios del café. Desde que decidió casarse y seguir a Luis en su nueva tierra, Trinidad pensó que se daría a esa nueva vida completamente. Para eso decidió también integrarse plenamente al estilo de vida y a las costumbres guatemaltecas. Sería en verdad una nueva vida, donde todo el pasado quedaría atrás y no contaría más. Incluso el apelativo de la Marrana nunca más lo volvió a oír. Ahora era la Mesha, la Canche, la Güera, es decir, la rubia, por el color de sus ojos y sus cabellos. Pero eso, lejos de molestarla, le agradaba. La tierra guatemalteca y los chapines la recibieron desde el principio muy bien y ella nunca echó de menos a su familia ni a su pueblo. La gente era amable con ella y pronto se llegó a sentir totalmente integrada
a la cultura y a las costumbres de Guatemala. Y, sobre todo, Luis la adoraba y, en poco tiempo, los hijos empezaron a llegar.
Después de unos años, en cuanto pudo establecerse en un trabajo propio, Luis empezó a trabajar por su cuenta. Había acumulado un buen capital y se le presentó la oportunidad de adquirir un buen negocio en Huehuetenango y así lo hizo. Luis y Trinidad, que ya tenían cuatro hijos, se mudaron a una finca enorme en las afueras de Huehuetenango, donde los niños tenían todo el espacio que quisieran para correr y jugar. Con el tiempo dieron por llamar a la finca la Casa Grande. En el jardín Trinidad cultivaba rosas y violetas y había también una huerta grande con muchos árboles frutales. A Luis le gustaban mucho los perros y tenía algunos de muy buena raza que cuidaban la casa por las noches y durante el día eran la adoración de los niños. Tenía también muy buenos caballos y dos coches tipo calesa en los cuales se transportaban al centro de Huehuetenango. Todos se sentían felices. Allí nacieron otros tres hijos, el menor de ellos, mi padre, Fermín Maldonado, en 1850, cuando la abuela Trinidad tenía ya más de cuarenta años.
Los Maldonado Fernández eran muy bien apreciados por la sociedad huehueteca. Eran ricos, trabajadores, buenos cristianos y guapos, decía la gente. Sus hijos crecían sanos y la vida les sonreía en todos los aspectos. La poca belleza de la familia, según la abuela Pina, procedía, sin duda, de ellos. Tanto Luis como Trinidad eran de facciones finas, ojos claros y cabellos rubios. Al menos, era un tipo de belleza que se admiraba mucho en aquella época en la sociedad guatemalteca, donde la mayoría indígena o mestiza de la población daba un toque moreno a la piel de los guatemaltecos. Ambos habían perdido su acento valenciano y hablaban como verdaderos chapines.

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