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Nueve cartas de amor y un testamento inesperado. Lo público de la vida privada en la Guatemala dieciochesca
Mario Humberto Ruz
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El ocho de junio de
1750 don Miguel Francisco Morán de la Vandera, originario de Gijón y
avecindado en Santiago de Guatemala, obtuvo el real decreto que amparaba
haber ingresado en la Tesorería los 5800 pesos fuertes que le allanaban el camino para suceder a don Félix de Elías Zaldívar
como alcalde mayor de Huehuetenango y Totonicapan. El 29 de julio el rey
Fernando VI firmaba en el Buen Retiro el título correspondiente y tres días después "tomaron la razón del real título los contadores de cuentas del Consejo Real de Las Indias",al tiempo que se le notificaba estarse ordenando al
presidente, y a los oidores de la expresada Audiencia de las provincias de Guatemala,y a los demás ministros, juez y justicia de ellas, que como a tal alcalde mayor os guarden y hagan guardar todas las honras, gracias, mercedes, franquezas, libertades, exenciones, preeminencias, inmunidades y prerrogativas que os tocan, sin limitación alguna, dando la residencia en mi Real Audiencia de Guatemala, como se ha hecho [hasta] ahora con vuestros antecesores....
El
rico mercader asturiano inició los preparativos para retornar a
Guatemala después de más de dos años de ausencia. Sin duda estaría
contento. Además de tener afectos que lo esperaban en Santiago de Los
Caballeros, no era poca cosa lo obtenido ni había sido tan sencillo
lograrlo.
Para
alguien no muy avispado, la alcaldía mayor de Huehuetenango y
Totonicapan podría parecer plato poco apetecible. Zona montañosa y fría
-con bosques de coníferas, cedrales y roblares demasiado alejados de la
capital como para hacer redituable su corte y acarreo, páramos desolados
apenas aptos para criar ovejas, y algunos valles intermontanos,
fértiles pero pequeños, donde se apretujaban los cultivos de maíz de su
relativamente densa población india- no era, ni de lejos, tan rica como
sus vecinas: Quetzaltenango o Los Suchitepéquez; podría incluso
considerársele muy pobre si se comparaba con las alcaldías del Reino
donde florecía el añil. De tal opinión era su teniente general, don
Joseph Antonio de Aldama, quien en respuesta a la real cédula del 19 de
julio de 1741 informó que en la Alcaldía a su cargo había apenas dos
valles de españoles y 48 pueblos de indios, sin "cosa digna de memoria." Hasta los frailes mercedarios se quejaban de que se les hubiese asignado zona tan miserable y abrupta para doctrinar.
Pero
lo que le faltaba en producción lo suplía en trasiego de comerciantes.
Paso obligado a la alcaldía mayor de Chiapa, y desde allí a la Audiencia
de México por la alcaldía deTabasco, era la ruta expedita para el
puerto de Campeche y otra forma de llegar a Veracruz, aunque menos
práctica que subir por el istmo después de atravesar los terrenos llanos
de Soconusco y el Despoblado de Tonalá. Por caminos reales y senderos
se apretujaban las recuas de muías, compradas en Los Llanos de Chiapa o
en Oaxaca, cargadas de los productos de la región e incluso de más allá.
Bien lo percibió Joseph de Olavarrieta, quien en un informe firmado en Huehuetenango el 4 de junio de 1740, destacaba cómo entre los 39 1/2
tributarios indios y los más de 20 vecinos españoles, 25 familias de
mestizos y cinco de mulatos de Huehuetenango, varios se entretenían "en
vender cacao y otros frutos", mientras que en San Pedro Necta (dividido
por sólo una calle de Santo Domingo Osumacinta), "las indias hacen
mantas y los indios son tratantes en las provincias de Chiapa y
Soconusco." Por su parte los de Santa Ysabel
acudían a la plaza de San Antonio Suchitepéquez, con gallinas y otros
frutos, trayendo al regreso "cacao y algodón para las mantas que tejen
sus mujeres" y los de San Sebastián Huehuetenango se dedicaban a hacer
"mantas que llevan a vender a la ciudad de Guatemala y otras partes."
Pueblos
vinculados a la industria textil eran también Santa Ana Huista, San
Cristóbal Totonicapán, famoso por sus jarguetas y sus trabajos en lana;
Malacatán, cuyos indios vendían en la cabecera el algodón que sus
mujeres reducían a hilo; San Gaspar Chajul, donde las mujeres hilaban
"continuamente y lo mandan a la capital", mientras que los hombres
confeccionaban "chiquigüites y otras menudencias de un bejuco delgado
que tienen." Los de Santa María Chiquimula destacaban en el tejido de
frazadas listadas, además de ir "continuamente [...] a la lisa de San
Antonio con sus gallinas de Castilla y de la tierra, y ocote." Los de
San Miguel Totonicapán, además de sembrar abundante trigo, tejían
"jarguetas y otras cosas que llevan a Guatemala", y habían descollado de
tal modo en los trabajos de carpintería, sillería y cerámica, que
tenían gremios de cada una de esas actividades. Y ni qué decir de los
tejedores de Momostenango, sin duda los más prolíficos y afamados, que
contaban con importantes hatos de muías para comerciar sus tejidos.
La
vecina Gobernación de Soconusco sabía de las continuas visitas de los
habitantes de San Andrés Cuilco, quienes llevaban allí su panela; los de
Colotenango, tratantes de frutas y gallinas, mientras los de Ostaguacán
aparecían a menudo vendiendo las mantas que tejían sus mujeres. Por la
alcaldía de Chiapa era común ver a los de Soloma compitiendo con los de
Coatán por vender el trigo que se cosechaba en ambos pueblos, y
afanándose además en el trato de cacao y algodón.
Al
igual que los de San Antonio Güista [Huixta], los de Purificación
Jacaltenango mercadeaban maíz, tabaco y miel, destacando las colmenas
del segundo pueblo "porque tienen muchas, y buena salida de la miel y la
cera"), mientras que las mujeres de Güista, aprovechando el que su
pueblo estuviese en el camino real, hacen totopostes y otras vendimias
para los pasajeros." Chiantla y San Francisco el Alto coincidían en la
factura y venta de cal. Otros, en cambio, no tenían que competir dada la
singularidad de sus productos. Los de Acatan, por ejemplo, eran únicos
en hacer "soyacales de palma, que es un modo de capa con que los indios
caminan cuando hay agua." Hombres y mujeres de San Francisco Motosinta,
pueblo "caliente, seco y fúnebre" con apenas cuatro tributarios,
gozaban de reconocimiento por sus "esteras coloradas" y el apreciado
copal que obtenían de los árboles. Aguacatán se singularizaba por sus
"muchas vacas y ovejas", la panela que fabricaba con caña dulce, y sobre
todo por tener "una mina de yeso que sirve para los pintores y
doradores." Hasta los de Cunén, calificados como "muy dejativos [pues]
aunque tienen buenas tierras sólo se aplican a sembrar maíz", eran
famosos por "hacer escobas que sirven de barrer."
Lugar
especial ocupaban los poseedores de minas de sal. Así, los de Sacapulas
eran reputados como "grandes tratantes en la provincia de San Antonio
[Suchitepéquez], llevando sal de unas salinas que tienen en la
superficie de la tierra, en las orillas de dicho río", además de
fabricar "mucha jarcia", y dado que su sal, buena para la cocina, se
consideraba inservible para los ganados, "porque tiene poca actividad",
no se preocupaban por competir con los de San Mateo Ixtatán, pueblo
'lluvioso y melancólico", que tenía "dos pozos grandes de que mana
copiosa agua de sal. Ésta, con mucha facilidad, la ponen al fuego y
luego se congela y toma cocimiento." La industria era tan redituable que
se cuidaban celosamente los pozos ("están debajo de tapias y techo de
teja, con sus puertas") y su explotación, pues había tres llaves de
dichos accesos: "que la una tienen los alcaldes, otra los indios
principales y otra los indios maceguales y así, sin que todos concurran,
no pueden abrirse." El agua se repartía a los naturales por semanas, "y
de dicha sal sacan mucho dinero, pues no se proveen de otra este
Partido y el de Quezaltenango para el crecido número de ganado ovejuno
que hay, y para los demás ganados de que se componen las haciendas de
campo." No era de extrañar que, a más de algunas ovejas, tuviesen
"muchas muías de carga" para comerciar sal y sus afamados petates
blancos de palma. El comercio era tan floreciente que a él concurrían
los de San Juan Ixcoy, comprando sal en Ixtatán para venderla en
Quetzaltenango y comprar a cambio cacao y algodón que revendían por los
pueblos de la Alcaldía.
Comerciantes
eran también los de Nebaj, los de Uspantán: "aplicados a ser tratantes,
vendiendo siempre cacao, achiote y otros frutos" que acarreaban en sus
numerosas muías, y los de San Andrés Jacaltenango, aunque éstos ni
siquiera se preocupaban por salir de su pueblo: hasta él acudían los
vecinos ávidos por adquirir sus famosos trabajos de jarcia. Ganaderos
eran en cambio los españoles, mestizos y algunos negros que poblaban los
valles de Sihá y Sahcahá.
En
resumen, en las 70 leguas de longitud y 53 de latitud que componían la
jurisdicción, y con la única y temporal excepción de Todos Santos y San
Martín, ambos de apellido Cuchumatán e igualmente destruidos por severas
epidemias, florecía el comercio, no por dedicado a productos pequeños menos significativo.
Ésa
era sin duda la visión que había alentado a un mercader nato como don
Miguel para hacer viaje hasta España y desembolsar casi 6000 pesos (a
más de lo erogado en el viaje) a cambio de la seguridad de controlar la
Alcaldía por un salario tan raquítico como el de 333 pesos y 2 reales
anuales -de los que habría que deducir por adelantado la media anata
"con más el 18% por la conducción del todo a estos reinos"-una vez que Elias Zaldívar cesase en su cargo, años más tarde. Ya se
encargaría su probada capacidad de comerciante emprendedor y
disciplinado de hacer redituable el desembolso, pese a la prohibición
real de que los alcaldes "contratasen" con los vecinos de la Alcaldía.
Si
don Miguel hubiera salido airoso de la prueba es algo que nunca
sabremos. El 14 de noviembre de 1761, en lugar suyo, Tiburcio Angel de
Toledo, juraba ante la Real Audiencia,
por Dios nuestro señor y una señal de su santa cruz en forma de Derecho, so cargo del cual [juramento] prometió defender el misterio de la pura y limpia concepción de Nuestra Señora, usar bien y fielmente el oficio de alcalde mayor del Partido de Güegüetenango y Totonicapán, administrando justicia a las partes que la pidieren, observando las leyes del Reino y lo prevenido y mandado en dicho real título [de alcalde mayor] sin faltar a ello en manera alguna ni llevar derechos demasiados a las partes; ningunos a su majestad (que Dios guarde), a los indios ni a los pobres de solemnidad. Y de no tratar ni contratar por sí ni por interpósitas personas con los vecinos y nativos de su jurisdicción, guardando las provisiones en esta razón establecidas.
Don Tiburcio tomó posesión de la Alcaldía
por dos imprevistos que ni remotamente imaginaba cuando, a su vez,
compró los derechos a ella hacia 1752. El más inmediato fue la renuncia
de Joachín de Montúfar (14 de julio de 1756) y el más antiguo la muerte
de don Miguel Morán, acaecida en Veracruz la primera semana de junio de
1751, según hizo constar el cura del puerto, don Miguel Francisco de
Herrera, quien -a solicitud del flamante alcalde mayor- apuntó cómo:
[...] en un libro de papel común, forrado en badana colorada, en el que se asientan las partidas de entierros de españoles [...], al folio 23, se halla la siguiente partida:
"En la ciudad de La Nueva Vera Cruz, en 8 de junio de 1751 años, en la iglesia parroquial, título La Asunción de Nuestra Señora, se le dio sepultura eclesiástica al cuerpo de don Miguel Francisco Morán de La Vandera, español soltero, natural de Asturias, quien testó en Goatthemala.
Recibió los santos sacramentos de penitencia y extremaunción, a cuyo entierro asistí yo, don Manuel Mendes deTholedo, teniente de cura en dicha parroquia, y lo firmé."
No
fue don Tiburcio Ángel el único interesado en demostrar que Morán había
muerto; ocho años antes que él lo hizo el jesuita Juan Miguel de
Cartagena,quien, amparado con un nombramiento de abogado testamentario, se
apresuró a hacer válido el poder que años atrás le había otorgado el
mercader para disponer de sus bienes en caso de fallecimiento. Ni tardo
ni perezoso, el religioso se aplicó a la tarea de transferir buena parte
de los cuantiosos caudales a las arcas de la Compañía de Jesús. En
efecto, por las acciones emprendidas ante el Juzgado de Bienes de
Difuntos, nos enteramos que en julio de 1751 Cartagena obtuvo licencia de su superior eclesiástico para ocuparse del caso,tras lo cual se presentó ante un escribano en la ciudad de Guatemala a
fin de iniciar los trámites tendientes a cumplir la voluntad del
difunto.
En
el amplio poder otorgado en 1747, don Miguel apuntaba ser hijo legítimo
de don Fernando Morán de la Bandera y doña Catharina de Baldez Llanos,
ambos ya difuntos, vecinos de la villa de Guijón en el Principado de
Asturias, y estar próximo a realizar un viaje a la ciudad de México y el
puerto de Acapulco "a negociaciones de mi utilidad y conveniencia. Y
temiéndome de la muerte, como cosa natural a toda criatura viviente, y
que no me coja desprevenido de manifestar las expresiones de mi última
voluntad, de que resultarían las inconsecuencias que regularmente se
experimentan de ésta y otras omisiones", había decidido encargar a
Cartagena la distribución de su fortuna.
pañía: