Varones
del Señor
(Condensado de «The Sign»)
Por Daniel A. Poling
Pastor del templo bautista de
Filadelfia,
y jefe de
redacción del Christian Herald.
La
piedad y el heroísmo demostrados por los capellanes castrenses bajo el fuego
enemigo, han sostenido el ánimo del soldado en los momentos supremos.
3 de febrero de 1943, a la Una menos cinco de la madrugada, un
torpedo enemigo voló el buque transporte Dorchester que navegaba por el norte
del Atlántico. Tardó el buque veinticinco minutos en hundirse. Perecieron 678 de los 904 hombres que
llevaba a bordo. Entre las víctimas se
contaban cuatro capellanes jóvenes, ministros de tres religiones diferentes:
John P. Washington, católico; Alexander D. Goode, Judío; George L. Fox y Clark V. Poling, ambos protestantes. Clark era mi hijo menor.
He
hablado con el maquinista Grady Clark, tal vez el último náufrago de aquella
catástrofe que fue recogido con vida. Grady, que permaneció un rato en la
inclinada cubierta a corta distancia de uno de los capellanes, me relató con
voz emocionada la angustiosa y ejemplar escena. -.
"Los cuatro capellanes calmaron el pánico y lograron que la
gente, a la cual había inmovilizado el estupor, se dirigiese a los botes o se
descolgara por el costado. Después de ayudar a ponerse los chalecos
salvavidas, acabaron por desprenderse de los suyos propios. Hacer esto era renunciar a toda esperanza de salvarse. Sin embargo, lo hicieron. Yo mismo vi a uno de esos capellanes
poniéndole a la fuerza su chaleco salvavidas A un soldado que se oponía,
diciéndole: Vamos... ya le he dicho a usted que no quiero su salvavidas,
padre... Salté la hasatida y empecé a nadar, alejándome del buque. Las
llamaradas iluminaban todo, y ví como se lo tragó el mar. Cuando miré por
última vez a los capellanes, seguían rezando por la salvación de los náufragos,
como si la muerte no los esperara también» .
Recientemente
se ha concedido el póstumo galardón de la cruz de servicios distinguidos a
aquellos cuatro capellanes, dignos representantes de los 8,000 que,
compartiendo con los soldados las penalidades de la vida de campaña y los
peligros de la línea de fuego, los confortan con la fuerza espiritual que sólo
la religión es capaz de dar.
Casi ninguno de estos sacerdotes predica egoístamente el evangelio de su propia
religión. Al que lo hiciera deberían darlo de baja inmediatamente. Me complace
declarar que he visitado todos los teatros de la guerra y he visto de cerca a
más de 2500 capellanes de los cuales solamente cinco merecían la baja.
Sacrificios supremos como el hecho por los del Dorchester aparecen con
frecuencia en las narraciones de combates. Los capellanes han arriesgado la
vida por sus hombres en innumerables ocasiones. Francis L. Sampson, capellán
católico, fue recompensado con la cruz de servicios distinguidos en diciembre
de 1944. Cuando el pequeño destacamento de las fuerzas en que servía tuvo que
abandonar la posición que ocupaba, el día del desembarco en Normandía, el padre Sampson permaneció allí cuidando a catorce hombres
gravemente heridos. La artillería enemiga bombardeó la casa en que
yacían, pero el capellán continuó
en su puesto, haciéndoles transfusiones de plasma y curas de urgencia.
Alcanzaron al edificio tres disparos certeros y el padre Sampson escudó con su cuerpo a los heridos, para que
no los alcanzasen los cascotes y astillas que volaban por el aire.
Sufrió una quemadura de segundo grado pero, indiferente al propio dolor, siguió
prodigando cuidados a sus pacientes hasta que llegó una partida de salvamento y
condujo al hospital a los sobrevivientes. Camino del hospital, el padre Sampson dio un litro de su
propia sangre a un herido cuya gravedad no admitía espera.
En
Túnez, el capellán Chase, científico cristiano,
al servicio del 26° regimiento de la primera división, mereció el honor de una
citación en pleno campo de batalla. Lo conocí en el cementerio militar de
Gafsa,en donde, en compañía del capellán
católico McAvoy y el capellán judío Stone, estaba dedicado a dar sepultura a
los muertos. El general Theodore Roosevelt, hijo, hoy difunto, me
contó el episodio de la «desobediencia a las órdenes» en que incurrió Chase.
Avanzaba Rommel y la primera división corría peligro de ser flanqueada, cuando
apareció un yip con dos soldados en el asiento trasero. Volaban sobre nosotros
los bombarderos enemigos, lanzando metralla. Haciendo caso omiso de la orden de
parar y guarecerse, el chofer siguió corriendo. «El yip», me dijo el general
Roosevelt, «acortó la marcha cuando el chofer me vio, pero no se detuvo. Salté
al estribo y reconocí a Chase que pisó el acelerador y me gritó: "He
esperado seis meses para conseguir este cochecillo y no lo quiero perder! Luego
ladeó la cabeza, y vi que los pasajeros eran soldados heridos.»
Dos enfermeras del ejército, Willa A. Hook y Juanita Redmond, que estuvieron en
Bataán durante los días de terror, en marzo de 1941, me han enterado de la
valerosa conducta del capellán William T. Cummings, cuando fue bombardeado el
hospital donde ambas prestaban sus servicios. «El capellán se presentó
súbitamente en nuestra sala gritando: ¡Ánimo, muchachos! ¡Quédense
tranquilamente en la cama o tiéndanse en el suelo, mientras yo rezo!; Se acallaron los gritos y empezó la
oración. Poco después cayó una bomba exactamente en medio de la sala. Las camas
bailaron y se torcieron, pero la voz serena del capellán Cummings dominaba el
tumultuoso desconcierto, elevando su plegaria al cielo. Así continuó
hasta que cesó el bombardeo. Cuando todo estuvo tranquilo, se volvió a nosotras
para decirnos sin alterar la voz: . Hasta aquel momento no habíamos visto que estaba herido».
En
Salerno, el capellán Kueman se ofreció voluntario a una fuerza que, por carecer
de capellán, no había enterrado a sus muertos. Expuesto
en muchas ocasiones al fuego de la artillería y las ametralladoras, negándose
obstinadamente a que nadie lo auxiliara en su piadosa tarea, a causa del
peligro que esto envolvía, enterró en diez
días cuarenta y siete soldados aliados y diez alemanes, cuyas fosas cavó con
sus propias manos.
De cuantos capellanes he conocido en las líneas del frente, creo que tal vez
fue Dominic Ternan quien dio con su muerte el más alto ejemplo de devoción
cristiana. Arrodillose para recitar una plegaria
junto a un soldado herido que la imploraba, e inició la oración, escudándolo con su cuerpo. El fuego
enemigo le hirió en la espalda, dejándolo en el sitio.
Uno de los tributos más inteligentes que se ha rendido a los capellanes de las
fuerzas combatientes procede del soldado raso George Scheller y está contenido
en las siguientes líneas de una carta suya: «El capellán Stroup es el mejor compañero que tenemos por
aquí. No hay mejor amigo que él. Puede uno hablarle con confianza, porque todo
lo comprende. Si no tuviésemos a quien contarle nuestras cosas, nos volveríamos
locos».
He visitado quince de las islas más avanzadas del sudoeste del Pacífico en
compañía del coronel castrense Ivan L. Bennett, de quien el general MacArthur
hizo este sobrio elogio: «El capellán Bennett
ha ganado los máximos honores que la patria pueda otorgarle». Al
expresarse así, el general pensaba tal vez en los primeros viajes de Bennett
por las posiciones avanzadas, cuando las selvas infestadas por la malaria de
Nueva Guinea estaban todavía por domar. El invierno pasado me apresuré a acudir
a Wáshington para saludar a Bennett, que había vuelto después de tres años de
ausencia, con treinta días de permiso... en busca
de 147 nuevos capeIlanes que necesitaba. Le
bastaron cinco días de los treinta para
encontrarlos y salir otra vez para el Pacífico.
En
cuanto a la influencia ejercida por los capellanes en el mantenimiento de la
moral, ofrecen excelente ejemplo las siguientes palabras del teniente coronel
Arthur T. Sheepe, de la división 29, refiriéndose a su capellán, Eugene
Patrick O`GRady, muerto en acción en Normandía. "Sin exageración ninguna, la máxima aportación
individual a la moral de este
fue la del capellán O'Grady. Desemibarcó en la playa con una compañia de
fusileros el día de la invasión de Francias y permaneció en las líneas del frente
o sus proximidades hasta que cayó bajo el luego enemigo».
Los últimos datos numéricos disponibles sobre bajas acaecidas entre los
capellanes, son 42 muertos y 110 heridos. Se han concedido medallas y
recompensas a 326 de ellos.
El
capellán sigue siendo en lugares remotos y extraños, en toda circunstancia y
conflicto, lo que era antes de dejar su iglesia—un ministro de la religión. Como tal, vuela en los aviones invasores y
cae con las fuerzas paracaidistas. En un momento de apuro, guía un bulldozer en las Aleutas. En el
Pacífico se convierte en cocinero temporal de un hospital. Da su salvavidas a
los soldados y reza por su salvación, mientras se hunde con el barco. Pierde una pierna en Casino y dice por todo comentario: «La traje para perderla por mis
hombres y, si la recobrara, volvería a perderla por ellos». No es
ningún superhombre, pero es todo un hombre.
Un
muchacho amigo mío, el soldado Joseph Engelhardt, hijo, me escribió una carta
de ultramar en la que narraba lo siguiente:
«Cierto domingo, el
batallón a que pertenezco se encontraba bajo el fuego enemigo y era imposible
acudir al servicio religioso. Pero el capellán del batallón se llegó a las trincheras con
unos ejemplares del Evangelio, en que había marcado los pasajes más
adecuados a las circunstancias, y dijo: ». La carta de Engelhardt terminaba con
este párrafo: «Así fue como el día
que no pudimos ir a la iglesia, vino la iglesia a nosotros».
Esta
profunda nota de religiosidad se repite en todas partes. En todos los frentes y
en todas las ramas del servicio he visto brillar la religión con puro e
inmaculado fulgor.
Tal vez sea la armonía entre los diversos credos el mayor progreso religioso
alcanzado en la segunda guerra mundial.El problema estriba en saber si los
soldados encontrarán esa armonía religiosa cuando regresen de la guerra. Por
supuesto, los católicos, protestantes y judíos no van a acudir a unas mismas
iglesias, ni sus sacerdotes a oficiar en los mismos altares. Pero si se aspira
a conservar en la paz el progreso alcanzado en la guerra, habrá que seguir
cultivando algo semejante a la armonía que los soldados han visto durante la
lucha, esa armonía que, sin ser uniformidad, proporciona una base común y
mantiene unidos a los que combaten por una causa común.