lunes, 26 de febrero de 2018

FÁBULA VI LA ZORRA Y LAS UVAS -SAMANIEGO

 SAMANIEGO
FÁBULA VI 
LA ZORRA Y LAS UVAS 
Es voz común que á más del medio dia 
En ayunas la Zorra iba cazando : 
Halla una parra, quédase mirando 
De la alta vid el fruto que pendia. 
Causábale mil ansias y congojas 
No alcanzar á las Uvas con la garra, 
Al mostrará sus dientes la alta parra 
Negros racimos entre verdes hojas. 
Miró, salió, y anduvo en probaduras; 
Pero vio el imposible ya de fijo : 
Entonces fué cuando la Zorra dijo: 
No las quiero comer: no están maduras. 
No por eso te muestra impaciente , 
Si te se frustra, Fabio, algún intento 
Aplica bien el cuento, 
Y dí, No están maduras, frescamente.

lunes, 12 de febrero de 2018

VARONES DEL SEÑOR- 2 GUERRA MUNDIAL



Varones del Señor
(Condensado de «The Sign»)
Por Daniel A. Poling
Pastor del templo bautista de Filadelfia,
 y jefe de redacción del Christian Herald.

La piedad y el heroísmo demostrados por los capellanes castrenses bajo el fuego enemigo, han sostenido el ánimo del soldado en los momentos supremos.

 3 de febrero de 1943, a la Una menos cinco de la madrugada, un torpedo enemigo voló el buque transporte Dorchester que navegaba por el norte del Atlántico. Tardó el buque veinticinco minutos en hundirse. Perecieron 678 de los 904 hombres que llevaba a bordo. Entre las víctimas se contaban cuatro capellanes jóvenes, ministros de tres religiones diferentes: John P. Washington, católico; Alexander D. Goode, Judío; George L. Fox y Clark V. Poling, ambos protestantes. Clark era mi hijo menor.
  He hablado con el maquinista Grady Clark, tal vez el último náufrago de aquella catástrofe que fue recogido con vida. Grady, que permaneció un rato en la inclinada cubierta a corta distancia de uno de los capellanes, me relató con voz emocionada la angustiosa y ejemplar escena. -. 
"Los cuatro capellanes calmaron el pánico y lograron que la gente, a la cual había inmovilizado el estupor, se dirigiese a los botes o se descolgara por el costado. Después de ayudar a ponerse los chalecos salvavidas, acabaron por desprenderse de los suyos propios. Hacer esto era renunciar a toda esperanza de salvarse. Sin embargo, lo hicieron. Yo mismo vi a uno de esos capellanes poniéndole a la fuerza su chaleco salvavidas A un soldado que se oponía, diciéndole: Vamos... ya le he dicho a usted que no quiero su salvavidas, padre... Salté la hasatida y empecé a nadar, alejándome del buque. Las llamaradas iluminaban todo, y ví como se lo tragó el mar. Cuando miré por última vez a los capellanes, seguían rezando por la salvación de los náufragos, como si la muerte no los esperara también» .
  Recientemente se ha concedido el póstumo galardón de la cruz de servicios distinguidos a aquellos cuatro capellanes, dignos representantes de los 8,000 que, compartiendo con los soldados las penalidades de la vida de campaña y los peligros de la línea de fuego, los confortan con la fuerza espiritual que sólo la religión es capaz de dar.
Casi ninguno de estos sacerdotes predica egoístamente el evangelio de su propia religión. Al que lo hiciera deberían darlo de baja inmediatamente. Me complace declarar que he visitado todos los teatros de la guerra y he visto de cerca a más de 2500 capellanes de los cuales solamente cinco merecían la baja.
Sacrificios supremos como el hecho por los del Dorchester aparecen con frecuencia en las narraciones de combates. Los capellanes han arriesgado la vida por sus hombres en innumerables ocasiones. Francis L. Sampson, capellán católico, fue recompensado con la cruz de servicios distinguidos en diciembre de 1944. Cuando el pequeño destacamento de las fuerzas en que servía tuvo que abandonar la posición que ocupaba, el día del desembarco en Normandía, el padre Sampson permaneció allí cuidando a catorce hombres gravemente heridos. La artillería enemiga bombardeó la casa en que yacían, pero el capellán continuó en su puesto, haciéndoles transfusiones de plasma y curas de urgencia. Alcanzaron al edificio tres disparos certeros y el padre Sampson escudó con su cuerpo a los heridos, para que no los alcanzasen los cascotes y astillas que volaban por el aire. Sufrió una quemadura de segundo grado pero, indiferente al propio dolor, siguió prodigando cuidados a sus pacientes hasta que llegó una partida de salvamento y condujo al hospital a los sobrevivientes. Camino del hospital, el padre Sampson dio un litro de su propia sangre a un herido cuya gravedad no admitía espera.
  En Túnez, el capellán Chase, científico cristiano, al servicio del 26° regimiento de la primera división, mereció el honor de una citación en pleno campo de batalla. Lo conocí en el cementerio militar de Gafsa,en donde, en compañía del capellán católico McAvoy y el capellán judío Stone, estaba dedicado a dar sepultura a los muertos. El general Theodore Roosevelt, hijo, hoy difunto, me contó el episodio de la «desobediencia a las órdenes» en que incurrió Chase. Avanzaba Rommel y la primera división corría peligro de ser flanqueada, cuando apareció un yip con dos soldados en el asiento trasero. Volaban sobre nosotros los bombarderos enemigos, lanzando metralla. Haciendo caso omiso de la orden de parar y guarecerse, el chofer siguió corriendo. «El yip», me dijo el general Roosevelt, «acortó la marcha cuando el chofer me vio, pero no se detuvo. Salté al estribo y reconocí a Chase que pisó el acelerador y me gritó: "He esperado seis meses para conseguir este cochecillo y no lo quiero perder! Luego ladeó la cabeza, y vi que los pasajeros eran soldados heridos.»
Dos enfermeras del ejército, Willa A. Hook y Juanita Redmond, que estuvieron en Bataán durante los días de terror, en marzo de 1941, me han enterado de la valerosa conducta del capellán William T. Cummings, cuando fue bombardeado el hospital donde ambas prestaban sus servicios. «El capellán se presentó súbitamente en nuestra sala gritando: ¡Ánimo, muchachos! ¡Quédense tranquilamente en la cama o tiéndanse en el suelo, mientras yo rezo!; Se acallaron los gritos y empezó la oración. Poco después cayó una bomba exactamente en medio de la sala. Las camas bailaron y se torcieron, pero la voz serena del capellán Cummings dominaba el tumultuoso desconcierto, elevando su plegaria al cielo. Así continuó hasta que cesó el bombardeo. Cuando todo estuvo tranquilo, se volvió a nosotras para decirnos sin alterar la voz: . Hasta aquel momento no habíamos visto que estaba herido».
  En Salerno, el capellán Kueman se ofreció voluntario a una fuerza que, por carecer de capellán, no había enterrado a sus muertos. Expuesto en muchas ocasiones al fuego de la artillería y las ametralladoras, negándose obstinadamente a que nadie lo auxiliara en su piadosa tarea, a causa del peligro que esto envolvía, enterró en diez días cuarenta y siete soldados aliados y diez alemanes, cuyas fosas cavó con sus propias manos.
De cuantos capellanes he conocido en las líneas del frente, creo que tal vez fue Dominic Ternan quien dio con su muerte el más alto ejemplo de devoción cristiana. Arrodillose para recitar una plegaria junto a un soldado herido que la imploraba, e inició la oración, escudándolo con su cuerpo. El fuego enemigo le hirió en la espalda, dejándolo en el sitio.
Uno de los tributos más inteligentes que se ha rendido a los capellanes de las fuerzas combatientes procede del soldado raso George Scheller y está contenido en las siguientes líneas de una carta suya: «El capellán Stroup es el mejor compañero que tenemos por aquí. No hay mejor amigo que él. Puede uno hablarle con confianza, porque todo lo comprende. Si no tuviésemos a quien contarle nuestras cosas, nos volveríamos locos».
He visitado quince de las islas más avanzadas del sudoeste del Pacífico en compañía del coronel castrense Ivan L. Bennett, de quien el general MacArthur hizo este sobrio elogio: «El capellán Bennett ha ganado los máximos honores que la patria pueda otorgarle». Al expresarse así, el general pensaba tal vez en los primeros viajes de Bennett por las posiciones avanzadas, cuando las selvas infestadas por la malaria de Nueva Guinea estaban todavía por domar. El invierno pasado me apresuré a acudir a Wáshington para saludar a Bennett, que había vuelto después de tres años de ausencia, con treinta días de permiso... en busca de 147 nuevos capeIlanes que necesitaba. Le bastaron cinco días de los treinta para encontrarlos y salir otra vez para el Pacífico.
En cuanto a la influencia ejercida por los capellanes en el mantenimiento de la moral, ofrecen excelente ejemplo las siguientes palabras del teniente coronel Arthur  T. Sheepe, de la división 29, refiriéndose a su capellán, Eugene Patrick O`GRady, muerto en acción en Normandía. "Sin exageración ninguna, la máxima aportación individual a la moral de este
fue la del capellán O'Grady. Desemibarcó en la playa con una compañia de fusileros el día de la invasión de Francias y permaneció en las líneas del frente o sus proximidades hasta que cayó bajo el luego enemigo»
.

Los últimos datos numéricos disponibles sobre bajas acaecidas entre los capellanes, son 42 muertos y 110 heridos. Se han concedido medallas y recompensas a 326 de ellos.
  El capellán sigue siendo en lugares remotos y extraños, en toda circunstancia y conflicto, lo que era antes de dejar su iglesia—un ministro de la religión. Como tal, vuela en los aviones invasores y cae con las fuerzas paracaidistas. En un momento de apuro, guía un bulldozer en las Aleutas. En el Pacífico se convierte en cocinero temporal de un hospital. Da su salvavidas a los soldados y reza por su salvación, mientras se hunde con el barco. Pierde una pierna en Casino y dice por todo comentario: «La traje para perderla por mis hombres y, si la recobrara, volvería a perderla por ellos». No es ningún superhombre, pero es todo un hombre.
  Un muchacho amigo mío, el soldado Joseph Engelhardt, hijo, me escribió una carta de ultramar en la que narraba lo siguiente:
«Cierto domingo, el batallón a que pertenezco se encontraba bajo el fuego enemigo y era imposible acudir al servicio religioso. Pero el capellán del batallón se llegó a las trincheras con unos ejemplares del Evangelio, en que había marcado los pasajes más adecuados a las circunstancias, y dijo: ». La carta de Engelhardt terminaba con este párrafo: «Así fue como el día que no pudimos ir a la iglesia, vino la iglesia a nosotros».
  Esta profunda nota de religiosidad se repite en todas partes. En todos los frentes y en todas las ramas del servicio he visto brillar la religión con puro e inmaculado fulgor.
Tal vez sea la armonía entre los diversos credos el mayor progreso religioso alcanzado en la segunda guerra mundial.El problema estriba en saber si los soldados encontrarán esa armonía religiosa cuando regresen de la guerra. Por supuesto, los católicos, protestantes y judíos no van a acudir a unas mismas iglesias, ni sus sacerdotes a oficiar en los mismos altares. Pero si se aspira a conservar en la paz el progreso alcanzado en la guerra, habrá que seguir cultivando algo semejante a la armonía que los soldados han visto durante la lucha, esa armonía que, sin ser uniformidad, proporciona una base común y mantiene unidos a los que combaten por una causa común.

viernes, 9 de febrero de 2018

LO QUE PIENSA AMÉRICA DEL PROBLEMA JUDÍO -39-40

 LO QUE PIENSA AMÉRICA DEL PROBLEMA JUDÍO 
RUFINO 
MARIN 
BUENOS AIRES
1944 
No hablaremos aquí, del delirio obsédante contra el judais- 
mo que poseyó a Nerón, a Vespasiana, a Tito, su hijo, a Adriano, 
a Constantino, a Heraclio, ordenando maniatarlos y arrojarlos 
al mar con una piedra en los pies, o degollarlos como una ma- 
nada de cerdos, o arrojarlos a las fieras enloquecidas de hambre 
de los famosos juegos circenses, gloria bárbara que creíamos 
— en 1944 — enterrada por los siglos de los siglos. 
o hablaremos de todo ello, que a creer la palabra severa 
de un historiador como Flavio Josefo, ocasionó un millón cien 
mil víctimas a la raza judía... 
AL pasar, en apretada síntesis y sólo a título informativo 
de las persecuciones de bulto gordo de que fué objeto el 
pueblo judío, hablaremos un poco. A saltos, y a través 
de la Historia y de los Siglos. 
Queremos expresar algo antes de proseguir: no somos histo- 
riadores. Séanos permitido solicitar una excusa al lector por lo 
que faltare en la relación de aquellos hechos. También desea- 
mos decir, que no estamos haciendo historia de las persecuciones 
a los hebreos, sino relato ocasional comparativo. 
Habíamos quedado en Heraclio. . . 
— 39 — 
RUFINO 
MARIN 
EN 1105 de la Era Cristiana, GodoFredo de Bouillon, luego 
de tomar Jerusalén, hizo encerrar a miles de sus habi- 
tantes judíos en las sinagogas; y sin duda para purifi- 
carlos, los quemó, destruyendo así en un solo acto, dos cosas: 
a los judíos y a sus templos. Doble barbarie... 
En Francia, en 1242, las polémicas acerca de los judíos ha- 
bían subido de grado; con tal motivo, se encendieron sendas 
hogueras en las plazas públicas, cuyo fuego fué alimentado con 
buenas carretadas de libros judíos. Además, para ejemplo y es- 
carmiento de su espíritu liberal, se azotaron a unos cuantos 
centenares de hebreos. 
Esto, no era sino la preparación de un clima especial, ya 
que los ojos de los poderosos, se habían fijado en el estupendo 
florecimiento económico que poseían los hijos de Israel, y, como 
la Codicia es mala consejera, fué así que "en 1306 — dice An- 
dró Maurois en "Disraeli" — el Rey Felipe el Hermoso care- 
ciendo de recursos, decidió sin mayores escrúpulos de conciencia, 
embargarles a los judíos todos sus bienes". 
Así como Juana II*, Reina de Nápoles, era una desenfre- 
nada amadora, que saltaba de un abrazo a otro abrazo con los 
buenos mozos de su escolta — en la que había muchos — , así 
también Felipe el Hermoso, tenía el sentido especial del atra- 
cador. Estas nuestras palabras, no serán muy diplomáticas, pero 
son verdad. 
Como los damnificados protestaran — lo que era de lógi- 
ca — la nobleza de Francia con su Rey a la cabeza, indignados 
de que no pudieran hacer un asalto en toda la regla, sin la 
protesta de las víctimas, expulsaron a los judíos por ser "una 
raza de inadaptados y rebeldes permanentes". 
El disperso judaismo de Francia, se aposentó así en Es- 
paña, en cuyas tierras, gozaron durante casi un siglo de relativa 
tranquilidad, mas luego "se encendieron las hogueras de la 
Santa Inquisición y pareció de pronto que aquella raza habría 
de perecer" ( 5 ), sobre todo después del pogrom de 1391, y 
(5) André Maurois. "Disraeli". 
— 40 — 
LO QUE PIENSA AMÉRICA DEL PROBLEMA JUDÍO 
aquel otro que durante dos años — 1412/1414 — la vida de los 
judíos no valía un maravedí. 
No ocurrió así sin embargo, ya que "en el momento en que 
allí se les mostraba la más recia hostilidad, las Repúblicas de 
Venezia y de Amsterdam, les abrían sus puertas. También Fran- 
cia, levantaba el Decreto de su expulsión. . . ( 6 ). 
La fama de los tormentos de la muy Santa Inquisición, con- 
movieron un poco al mundo de aquel entonces. Fué así que 
hasta en la fría Inglaterra, tan parca en rectificaciones, Carlos II, 
después de saber que Cromwell se había mostrado favorable a 
la petición de Lord Fairfax acerca de "la oportunidad de per- 
mitir el regreso a los judíos", firmaba la real orden de su ad- 
misión. Sucedía esto en fecha muy cercana al día de Todos los 
Santos del año 1649, esto es, a los 343 años justos y cabales 
de su expulsión. 
Mientras esto ocurría en Inglaterra, en la lejana Ucrania 
se iniciaba con violencia inusitada, uno de los pogroms de más 
larga duración y de más graves consecuencias para los hijos de 
Israel, ya que en solo una década — 1643 a 1658 — perecieron 
no menos de 800.000 judíos. 
Andando a los saltos, a través de la bien nutrida historia 
de las injustas persecuciones de que los judíos fueron objeto de 
tanto en tanto, como epidemias variólicas, llegamos a los po- 
groms de aquella Rusia zarista y bárbara de 1831, que no sabía 
pronunciar la palabra winowatj ( 7 ). 
Todas esas persecuciones sin embargo, que grosso modo 
hacen ascender a la impresionante cifra de 3.500.000 personas 
sacrificadas dentro de la más acabada técnica de las torturas, 
ocurrió en el pasado. Fueron expresiones de un atraso espiri- 
tual, moral y filosófico del cual el mundo del siglo XX, se ru- 
boriza hasta la humillación. 
Y bien. He aquí que llegamos a lo que queríamos llegar. 
(6) André Maurois. "Disraeli". 
(7) Perdón. 
RUFINO 
MARIN 

jueves, 1 de febrero de 2018

RECUERDOS DE ANTAÑO- EMILIO MARTINEZ -ESPAÑA

 RECUERDOS DE ANTAÑO
EMILIO MARTINEZ
MADRID,ESPAÑA
  El primero de estos monarcas, el magnífico Emperador, en la 
postrimería de sus días, y desde la soledad del claustro, 
en Yuste, no dejaba de corresponder cordialmente a los 
amorosos afectos del Papa. 
«Lo que más desasosegado le tenía (al Emperador 
en Yuste) era la guerra de Italia; y lejos de manifestarse 
(1) Prescott: Historia de Felipe II. t. I, lib. I, cap. V, pág. 154. — Madrid, 
año 1836. — Establecimiento tipográfico de Mellado. 
tan escrupuloso como Felipe, terminantemente declaraba 
que la guerra era justa atendiendo a la causa de Dios y a 
la de los hombres. Cuando recibía el correo no dejaba 
de quedar disgustado porque no traía la muerte de Paulo 
ni la de Carraffa» (1). 
Decíamos que finaba el mes de Noviembre de 1556. 
Serían como las tres de la tarde, cuando por el camino 
que de Cabezón a Valladolid conduce caminaban a 
buen paso dos hombres tras una recua compuesta de 
cuatro caballerías y dos poderosas muías de excelente es- 
tampa. Los empolvados viajeros eran un muletero, o sea 
comerciante ambulante en telas, y un arriero. Los trajes 
que vestían eran los propios de sus respectivos tráficos, y 
en lo que esencialmente se diferenciaban consistía en que 
el arriero aparentaba ser un garrido y fornido montañés, 
mientras el traficante era de corta talla y desmedrado 
cuerpo. 
Ya se hallaban a corta distancia de los muros que ro- 
deaban por aquella época a la ciudad cortesana, cuando 
una mujer que ocupaba el dintel de la puerta de una ca- 
sita baja, situada a un lado del camino, gritó al arriero: 
— ¡Eh, compadre Mendo! ¿Cómo pasáis de largo sin 
deteneros, como otras veces, a echar un vaso de Toro? 
Los dos viandantes se detuvieron e hicieron detener a 
sus bestias, y saliendo del camino con dirección a la casa, 
el arriero dijo: 
— Dios os guarde, madre Juana. Vamos de priesa, 
porque queremos llegar a Valladolid antes del toque de 
queda. 
— Todavía hay tarde para ello, y mientras os doy un 
encargo, apuraréis el contenido de un jarro que. . . yo sé 
os agradará. 
Y dirigiéndose al comerciante, que permanecía en el 
camino al cuidado de las bestias, exclamó: 
— ¡Y vos, hermano! Acercaos también, que los amigos 
de mis amigos lo son míos y de mi marido. 
El muletero guió las caballerías hacia la casa, en la 
que él penetró saludando con un 
— Paz sea en esta casa. 
Entre tanto, la tabernera, pues taberna era aquel pe- 
(1) Prescott: Historia de Felipe II, 1. 1, lib. I. cap. IX, págs. 330 y 331. 
queño establecimiento, asomándose a una abertura que 
había en el suelo, y que sin duda era para descender a la 
bodega, gritó: 
— Juan, sube, que está aquí Mendo y un su compañe- 
ro, a los cuales, y contando con tu consentimiento, ofrez- 
co un trago del vino que tú les sirvas. 
— ¡Del mejor de mi bodega! — sonó una voz desde el 
interior de la cueva. 
A poco rato, un hombre apareció en la superficie y sa- 
lió por completo de aquel oscuro antro, con un jarro de 
vino en la mano. 
— Dios os guarde, compadres. ¿Qué tal va, Mendo? 
— Bien, a Dios gracias; pero cuitad, porque interés 
tenemos en llegar a la villa antes del toque de queda. 
— De aquí a ese toque me bebo yo lo contenido en 
mi bodega. . . y eso. . . que hay. . . 
El tabernero llenó de vino tres vasos de estaño, ofre- 
ciendo uno a cada individuo, quedándose él con el ter- 
cero. 
— ¡A vuestra salud! 
— ¡A la suya! 
Exclamaron los tres bebedores.