RECUERDOS DE ANTAÑO
EMILIO MARTINEZ
MADRID,ESPAÑA
El primero de estos monarcas, el magnífico Emperador, en la
postrimería de sus días, y desde la soledad del claustro,
en Yuste, no dejaba de corresponder cordialmente a los
amorosos afectos del Papa.
«Lo que más desasosegado le tenía (al Emperador
en Yuste) era la guerra de Italia; y lejos de manifestarse
(1) Prescott: Historia de Felipe II. t. I, lib. I, cap. V, pág. 154. — Madrid,
año 1836. — Establecimiento tipográfico de Mellado.
tan escrupuloso como Felipe, terminantemente declaraba
que la guerra era justa atendiendo a la causa de Dios y a
la de los hombres. Cuando recibía el correo no dejaba
de quedar disgustado porque no traía la muerte de Paulo
ni la de Carraffa» (1).
Decíamos que finaba el mes de Noviembre de 1556.
Serían como las tres de la tarde, cuando por el camino
que de Cabezón a Valladolid conduce caminaban a
buen paso dos hombres tras una recua compuesta de
cuatro caballerías y dos poderosas muías de excelente es-
tampa. Los empolvados viajeros eran un muletero, o sea
comerciante ambulante en telas, y un arriero. Los trajes
que vestían eran los propios de sus respectivos tráficos, y
en lo que esencialmente se diferenciaban consistía en que
el arriero aparentaba ser un garrido y fornido montañés,
mientras el traficante era de corta talla y desmedrado
cuerpo.
Ya se hallaban a corta distancia de los muros que ro-
deaban por aquella época a la ciudad cortesana, cuando
una mujer que ocupaba el dintel de la puerta de una ca-
sita baja, situada a un lado del camino, gritó al arriero:
— ¡Eh, compadre Mendo! ¿Cómo pasáis de largo sin
deteneros, como otras veces, a echar un vaso de Toro?
Los dos viandantes se detuvieron e hicieron detener a
sus bestias, y saliendo del camino con dirección a la casa,
el arriero dijo:
— Dios os guarde, madre Juana. Vamos de priesa,
porque queremos llegar a Valladolid antes del toque de
queda.
— Todavía hay tarde para ello, y mientras os doy un
encargo, apuraréis el contenido de un jarro que. . . yo sé
os agradará.
Y dirigiéndose al comerciante, que permanecía en el
camino al cuidado de las bestias, exclamó:
— ¡Y vos, hermano! Acercaos también, que los amigos
de mis amigos lo son míos y de mi marido.
El muletero guió las caballerías hacia la casa, en la
que él penetró saludando con un
— Paz sea en esta casa.
Entre tanto, la tabernera, pues taberna era aquel pe-
(1) Prescott: Historia de Felipe II, 1. 1, lib. I. cap. IX, págs. 330 y 331.
queño establecimiento, asomándose a una abertura que
había en el suelo, y que sin duda era para descender a la
bodega, gritó:
— Juan, sube, que está aquí Mendo y un su compañe-
ro, a los cuales, y contando con tu consentimiento, ofrez-
co un trago del vino que tú les sirvas.
— ¡Del mejor de mi bodega! — sonó una voz desde el
interior de la cueva.
A poco rato, un hombre apareció en la superficie y sa-
lió por completo de aquel oscuro antro, con un jarro de
vino en la mano.
— Dios os guarde, compadres. ¿Qué tal va, Mendo?
— Bien, a Dios gracias; pero cuitad, porque interés
tenemos en llegar a la villa antes del toque de queda.
— De aquí a ese toque me bebo yo lo contenido en
mi bodega. . . y eso. . . que hay. . .
El tabernero llenó de vino tres vasos de estaño, ofre-
ciendo uno a cada individuo, quedándose él con el ter-
cero.
— ¡A vuestra salud!
— ¡A la suya!
Exclamaron los tres bebedores.
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