15-2-20
EDISSA O LOS ISRAELITAS DE SEGOVIA
Ldo. CALIXTO DE ANDRÉS
CUENCA, ESPAÑAPublicado en 1875
CAPÍTULO II
Renovación de una promesa,
Junto a la puerta de la muralla, que llaman de San Juan,
existía una modesta y sencilla easa, cuyo escudo de deiedra en
su frontispicio indicaba que pertnecia á un noble Segoviano.
Su arqueada puerla daba entrada á un hermoso patio enlosado
con grandes y bien labradas piedras de las canteras inmediatas.
A la derecha estaba la escalera aue conducia á las habitaciones
interiores, mediante una espaciosa galería adornada de trecho
en trecgo con cuadros en la paieed y con tiestos en el antepecbo.
En una sala con balcones A un lindo jardin, tapizada con li-
gera alfombra y decorada con muebles antiguos. se bailaba, la
tarde que dijmos en el capítulo nnlerior, una joven decente-
mente vestida, cuyas facciones revelaban candor y pureza y que se
ocupaba en leer en un libro bastante voluminoso con cubiertas
de pergamino. No estaba tan absorta en la lectura, que no le-
vantara de vez en cuando la cabeza, ya para observar que el
día finalízaba por momentos, ya para escucbar si sentía pa-
sos en la imnediata galería. Debía esperar á una persona de
su familia, que tal vez no solía tanto tardar tanto a venir, sintiendo
se aumentaba su ansiedad cada minuto que se retrasaba y no
aparecia por los umbrales de la puerta. Al fin se abre ésta y
entra el caballero de la escena anterior, dando las buenas tar-
des á su bermana. que le responde visiblemente conmovida.
— !Cuánto has tardado. Walonso! ¿Te ha sucedido algún mal?
— A mí no, querida Emilia; pero ha sido tal la escena que he
presenciado, que me ha detenido á mi pesar, llagando profun-
damente mi alma.
—¿Pues qué ha ocurrido, Walonso? preguntó Emilia.
— Atiende, respondió este, exhalando un profundo suspiro.
La lucha que parecía extinguida entre judíos y cristianos me
parece que vuelve á reproducirse con más fuerza. Sin ir más
lejos, esta tarde quería el populacho asesinar á dos hehreos.
porque casualmente atropellaron á un niño con sus cahallos.
Dios me condujo al sitio de la catástrofe y pude evitar un bor-
ron para el nomhre de cristiano.
— No esperaha menos de tu hondad, exclamó Emilia. El Se-
ñor te recompensará, porque has cumplido con tu deher.
— No solo he cumplido con mi deber, replicó Walonso, sino
que he llenado una promesa que tenemos hecha.
— ¿Yo también, Walonso, le dijo su hermana? No recuerdo
qué promesa es esa de que hablas.
— Y del autor de nuestros días, ¿le acuerdas algo, la pregun-
tó su hermano?
— Aunque débiles, respondió Emilia, conservo aún algunas
ideas. Paréceme que le veo todavía sentado en ese sillón, desde
donde me enseñaba con tanta dulzura los misterios de nuestra
santa Religión, ó paleándose por el jardín y pidiéndome que le
cortase alguna flor, para tener el gusto de percibir su olor.
— Y de su muerte, volvió á preguntarla su hermano, ¿tienes
algún recuerdo?
—Pocos, replicó Emilia, porque yo era muy niña y aquel su-
ceso pasó como un relámpago, que apenas se vé, desaparece
luego.
—¿Tendrás ahora valor para oír una detallada relación de
aquel lance, dijo Walonso á Emilia?
— Dios me la dará, hermano mío, contestó esta.
—Pues oye y graba en tu alma lo que voy á referirte.
Mientras este pequeño diálogo, la noche se había echado en-
cima y Veremundo, el escudero de la casa, había entrado una
vela encendida y cerrado los cristales de los balcones. El súbi-
to fulgor de la luz hirió las pupilas de los hermanos, que,
conociendo lo avanzado de la hora, se dispusieron á rezar las
oraciones de costumbre. Concluido este acto tan cristiano, que
dedica al Señor las primicias de la noche, como el de la maña-
na las del dia, reanudaron su conversación, expresándose así
el caballeroso Walonso.
Diez años hace hoy que me hallaba en mi cuarto limpiando
las armas que me ciñera nuestro buen padre, cuando he aquí
que llama mi atención un sordo rumor, interrumpido por los
pasos más precipitados de algunas personas y los débiles que-
jidos de alguno que padecía horriblemente. No pudiendo con-
tener mi ansiedad, salgo de mi estancia, atravieso la galería,
entro en esta sala y veo ahí, en esa alcoba, á nuestro querido
Padre, pálido y demacrado, pero lleno de resignación y oyendo
con docilidad cristiana las exhortaciones de un sacerdote. Ape-
nas reparó en mí, pide que le dejen solo por un momento, me
llama, me ruega que le lleve á tí también y, cuando nos tuvo
á su lado, nos dice con voz entrecortada por los sollozos: «Hijos
míos; os dejo una modesta fortuna, pero en cambio un honor
sin mancilla. os encargo más que améis á Dios sobre to-
das las cosas y al prójimo como á vosotros mismos. Aunque
sea vuestro mayor enemigo, no titubeis en hacerle bien, siem-
pre que podáis. ¿Veis esta sangrienta herida que atraviesa mi
pecho? Pues la acabo de recibir de un hombre á quien iba á
salvar; sin embargo le perdono y ruego á Dios no le impute
su pecado. ¿Vosotros me prometeréis obrar del nnsmo modo
con vuestros enemigos? — Sí lo prometemos, contestamos nos-
otros. — Pues ya no me resta más que morir tranquilo, reti-
raos para que me den los santos Sacramentos.» Llorosos y afli-
gidos nos retiramos, para hacer lugar al sacerdote, que le con-
fesó, le trajo el Sagrado Viático, le administró luego la santa
Unción, y concluido este acto, nos volvió á llamar para echar-
nos su bendición, durmiéndose luego plácidamente en el Señor.
Emilia, la preguntó Walonso después de este reíalo, ¿quieres
renovar ahora aquella promesa?
La jóven miró al crucifijo, que tenían sobre la mesa, y
ropuesUi de la emoción que la causara un recuerdo tan tris-
te, roplicó llena de cristiana resolución.
— Sí. Walonso, ahora repetiré con firmeza lo que entonces
pronunciara con balbucientes labios.
— Poro, ¿has considerado, le hizo observar este, los escollos
que rodean al cristiano en este mundo? Has pensado que te
procurarán impedir el cumplimiento de esa promesa el mundo
con su mentida honra, pues tacha de mentecatos á los que
no lavan con sangre las injurias recibidas, la carne con sus
pasiones de ira, venganza y satisfacción en la desgracia de su
enemigo y el demonio sobre todo haciendo levantarse el amor
propio herido contra todos los buenos propósitos? ¿Has pesado
bien todos estos inconvenientes?
¿Y qué, hermano mío, preguntó á su vez Emilia, no habrá
también incalculables ventajas en perdonar al enemigo?
— Sí, la contestó Walonso. Tienes en ese acto la victoria
más completa de tí misma y por consiguiente el placer que se
sigue al triunfo de las pasiones. Tienes la satisfaccjon de haber
hecho una obra de caridad con un tu hermano, de ía misma na-
turaleza, viviente como tú en el mismo valle de miserias y desti-
nado también al cielo, mediante su cooperación á la gracia.
Tienes la esperanza de ser perdonada por nuestro Salvador,
que ha dicho que seremos medidos con la misma medida que
midamos. ¿Te parece poco todo esto.^
— No, querido hermano mío, repuso Emilia, y mirando hás
cía el santo Crucifijo, añadió, vamos, pues, á renovarla, que
ya estoy resuelta, esperando cumplirla con la gracia de Dios.
En el momento estos dos justos arrodillados ante el Reden-
tor del mundo renovaban la promesa hecha á su padre mo-
ribundo de hacer bien á sus mismos enemigos, y la noche,
que vela tantos crímenes, encubría á los Segovianos la generosa
resolución adoptada por los descendientes de los Nuñez de
Teméz.
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