La misa
Padre D.: —Empecemos, pues,
con la misa. La misa es aquel servicio en el cual los elementos del pan y vino
son consagrados por el sacerdote y se convierten en el cuerpo y sangre reales de
Cristo. Ofrecidos a Dios son un sacrificio sin sangre por el pecado. Tan
solamente tienes que mirar en el Testamento, el cual, según te parece, está todo
al favor tuyo, y encontrarás allí que Cristo dice del pan en tales palabras:
«Esto es mi cuerpo;» y del vino: «Esto es mi sangre»» ¿Qué puedes decir en
contra de un asunto tan claro en sí?
Andrés: —Yo reconozco,
señor, que esas palabras se encuentran allí así como ha dicho. Pero, por favor,
observa que no hay que entender cada palabra en sentido estrictamente literal.
San Pablo, en cuanto a la roca de la cual salió agua para los israelitas, dice:
«La roca era Cristo» (1 Corintios 10:4). Pero sería incorrecto suponer que esa
piedra en realidad era Cristo; sin embargo, tenemos el derecho de afirmar que lo
fue así como podemos decir que el pan y el vino en la misa son verdaderamente el
cuerpo y sangre de él. Yo no soy hombre educado, señor, pero el sentido común me
enseña que si se puede explicar las palabras de nuestro Señor de manera que no
diga lo que parece ser la contradicción más grande e inimaginable, que eso es el
sentido con que se debe entender. Ahora señor, si usted tomara esas palabras en
el sentido de que ese pan y vino de veras se hicieron carne y sangre, se debe
suponer primeramente que una parte del cuerpo de nuestro Señor fue puesto en la
mesa después que había bendecido el pan, cuando a la vez su cuerpo quedó
completo. O en otros términos, su cuerpo fue removido enteramente de su lugar
pero a la vez quedó completamente en su lugar. Pues si Él dice: «Esto es mi
cuerpo,» y se ha de entender literalmente, luego Su cuerpo entero y no una parte
fue lo que tomó el lugar del pan. En segundo lugar, se debe suponer que una
migaja de pan que tal vez ni pesa diez miligramos, en realidad pesa muchos
kilogramos. En tercer lugar, se debe suponer que lo que se ve como pan, lo que
tiene forma y sabor de pan, a lo contrario de lo que declaran mis ojos, mis
manos y mi boca, en realidad es carne y sangre. Y últimamente, peor que todo, se
debe suponer que el pueblo de nuestro Señor es alimentado con alimento carnal y
no espiritual.
Padre D.: —Eso es juzgar por
los sentidos y no por la fe. Andrés: —Señor, si nuestro Señor hubiera dicho:
«Esto que veis ya no es pan sino que de verdad se ha cambiado en la sustancia de
mi cuerpo, aunque tiene la apariencia de pan,» hubiera sido el deber de sus
discípulos haber creído Sus palabras a pesar de la evidencia de todos sus
sentidos; pero como El no lo explicó de tal manera, me parece claro que no se
debe entender literalmente en esto más que cuando dice: «Yo soy la puerta,» o:
«Yo soy el camino.» Se nos dice que nuestro Señor cambió agua en vino en una
cena de bodas; pero no les dio licor con apariencia y características de agua y
luego les dijo que es vino. Además, señor, nuestro Salvador nos dio una clave a
tales pasajes cuando dice: «Las palabras que os he hablado son espíritu, y son
vida. El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha» Y además,
señor, nuestro Señor dice: «Haced esto en memoria de mí,» lo cual me muestra que
Él tuvo la intención de que esa Cena nos recordara de lo que Él ha sufrido por
Su pueblo. Después de todo, señor, no puedo sino hacerle dos preguntas sobre
este tema. Una es: ¿Dónde, en el procedimiento de nuestro Señor en esta ocasión,
encuentra usted cosa alguna con la semejanza de lo que hacen los sacerdotes al
celebrar la misa? La segunda pregunta es:¿Por cuál autoridad rehúsa usted dar el
vino al laicado? Pues el que deseaba que los discípulos comieran del pan también
los mandó a tomar de la copa.
Estas dos preguntas eran
enigmáticas para el Padre Domingo y no pudo decir más que la iglesia así lo
había ordenado y por tanto tenía que ser correcto. Pero Andrés estaba resuelto a
quedarse con el Testamento y que no cedería ni un poquito si no le fuera
mostrado claramente de la Palabra de Dios. El Padre Domingo le dijo que era un
hombre censurador y que ningún cristiano verdadero podría dudar que estuviera la
presencia real en el pan, y le mandó pasar al segundo punto al cual se oponía.
La absolución
Andrés: —Señor, usted dice
que tiene el derecho de obligar a su rebaño a confesar sus pecados en su oído y
para cargarles una penitencia y luego darles una absoluci6n.
Padre D.: —Ciertamente lo
tenemos. ¿Cuál buen cristiano jamás lo ha dudado?
Andrés: —Te agradecería,
señor, si me mostrara algo en el Nuevo Testamento que apoye esta pretensión.
Padre D.: —Lo puedo hacer
muy fácilmente. «A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a
quienes se los retuviereis, les son retenidos» (Juan 20:23).
Andrés: —¿Está seguro,
señor, que usted entiende esas palabras correctamente?¿Y puede creer que por la
autoridad de esa palabra, cada párroco puede exigir a su rebaño a confesarse
para después cargarles una penitencia, y darles una absolución? ¿Dónde habla de
confesar en el oído del sacerdote?
Padre D.: —Santiago 5:16
dice: «Confesaos vuestras ofensas».
Andrés: —Estoy muy
sorprendido, señor, que usted pretende que este versículo enseña esto. Si usted
tomara el resto del versículo, podrá ver lo que quería decir el apóstol:
«Confesaos vuestras ofensas unos a otros, hermanos» Por lo cual, está claro que
Santiago no quería decir cosa alguna como confesión a un sacerdote. ¿Y de dónde
en el Testamento sacan el derecho de cargar la penitencia?
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