NADIE SE INTERESA
-¡Paren a ese muchacho loco! -alguien gritó-
La puerta del avión de la Pan Am acababa de abrirse y
me precipité escalera abajo hacia la terminal del aeropuerto
Idlewild en Nueva York. Era el 4 de enero de 1955, y el
viento helado me dio de lleno en las mejillas y las orejas.
Sólo unas pocas horas antes mi padre me había puesto
a bordo del avión en San Juan, un chico puertorriqueño
rebelde y amargado de quince años de edad. Me había
puesto bajo la custodia del piloto, y me había dicho que me
quedara en el avión hasta que me entregaran a mi hermano
Frank. Pero cuando se abrió la puerta fui el primero en
salir, corriendo locamente por el pavimento.
Tres empleados corrieron y me sujetaron contra la
áspera cerca de hierro junto a la puerta. El viento inclemente
atravesaba mi ligera ropa tropical mientras yo hacía
todo esfuerzo por librarme. Un policía me agarró del
brazo y los empleados volvieron a sus tareas. Para mí era
un juego. Miré al policía y sonreí con sorna. -¡Puertorriqueño
loco! -me dijo- ¿Qué demonios piensas que estás
haciendo?
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14 ¡CORRE! NICKY ¡CORRE!
La sonrisa desapareció de mis labios cuando percibí
el odio en su voz. Sus gruesas mejillas se veían enrojecidas
por el intenso frío y los ojos lagrimosos por el viento.
En sus abultados labios llevaba la colilla de un puro apagado.
iOdio! Lo sentí surgir por todo mi cuerpo. El mismo
odio que había sentido por mi padre, mi madre, mis
maestros y la policía de Puerto Rico. iOdio! Traté de escaparme,
pero él me sujetaba del brazo como torniquete de
hierro. -Vamos, muchacho, vuelve al avión. - Yo le miré
a la cara y escupí.
-iCerdo! -gruñó- iCerdo mugroso! -aflojó un poco
mi brazo e intentó agarrarme del pescuezo. Me escurrí
de debajo de su brazo y me metí por la puerta abierta que
daba a la terminal. Los gritos y las pisadas fuertes me seguían
pero yo corrí por el pasillo, escurriéndome entre la
muchedumbre que iba a embarcarse en los aeroplanos. De
repente me hallé en una gran sala terminal, vi una puerta
y como flecha me lancé a la calle.
Junto a la acera vi un autobús grande con la puerta
abierta y el motor en marcha. La gente lo estaba abordando
y yo me metí sin hacer cola. El chofer me agarró por el
hombro y me pidió el pasaje. Yo me encogí de hombros y
le contesté en español. Refunfuñando, me empujó fuera de
la fila como muy ocupado para preocuparse de un chiquillo
estúpido que apenas comprendía el inglés. Cuando él
dirigió su atención a una mujer que rebuscaba en su cartera,
yo me escurrí y me colé hasta el fondo del autobús y me
senté junto a una ventana. Cuando el autobús ya arrancaba
vi al gordote guardián y a dos más salir jadeando por
una puerta lateral y mirando en todas direcciones. No pude
resistir la tentación de golpear en la ventana y decirles
adiós a través del vidrio. Estaba a salvo.
Acurrucándome en el asiento puse las rodillas contra
el respaldo del asiento de enfrente y apreté la cara contra
el vidrio sucio de la ventana.
El autobús se abría camino entre el intenso tráfico de
Nueva York en dirección al centro de la ciudad. Afuera había
nieve y fango en las calles y aceras. Yo siempre me había
imaginado la nieve, limpia y linda cubriendo hectáreas
de campiña donde juegan las hadas. Pero esto era una masa
negruzca y sucia. Mi aliento empañó el vidrio de la ventana
y yo, echándome hacia atrás, corrí el dedo por él. Este
era un mundo muy diferente al que acababa de dejar.
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