jueves, 4 de mayo de 2017

EL MARTIR DE LAS CATACUMBAS- Fieras







EL MARTIR DE LAS CATACUMBAS
Anonimo



-Romanos, -dijo el anciano-, yo soy cristiano. Mi Dios murió por mí, y yo gozoso
ofrezco mi vida por El. (Esta persecución por el Emperador Decio fue desde el año 249
al 251 A. C., o sea que duró como dos años y medio. Decio murió en batalla con los
Godos más o menos a fines de 251 A. C.)
Un bronco estallido de gritos e imprecaciones salvajes ahogaron su voz. Y antes
que aquello hubiera concluido, tres panteras aparecieron saltando hacia él. El anciano
cruzó los brazos, y elevando sus miradas al cielo, se le veía mover los labios como
musitando sus oraciones. Las salvajes fieras cayeron sobre él mientras oraba de pie, y
en cuestión de segundos lo habían destrozado.

Seguidamente dejaron entrar otras fieras salvajes. Empezaron a saltar alrededor
del ruedo intentando saltar contra las barreras. En su furor se trenzaron en horrenda
pelea unas contra otras.
Era una escena espantosa.
En medio de la misma fue arrojada una banda de indefensos prisioneros,
empujados con rudeza. Se trataba principalmente de muchachas, que de este modo
eran ofrecidas a la apasionada turba romana sedienta de sangre. Escenas como ésta
habrían conmovido el corazón de cualquiera en quien las últimas trazas de
sentimientos humanos no hubiesen sido anuladas. Pero la compasión no tenía lugar en
Roma.
Encogidas temerosas las infelices criaturas, mostraban la humana debilidad
natural al enfrentarse con muerte tan terrible; pero de un momento a otro, algo como
una chispa misteriosa de fe las poseía y las hacía superar todo temor. Al darse cuenta
las fieras de la presencia de sus presas, empezaron a acercarse. Estas muchachas
juntando las manos, pusieron los ojos en los cielos, y elevaron un canto solemne e
imponente, que se elevó con claridad y bellísima dulzura hacia las mansiones
celestiales:
Al que nos amó, Al que nos ha lavado de nuestros pecados
En su propia sangre; A1 que nos ha hecho reyes y sacerdotes,
Para nuestro Dios y Padre; A El sea gloria y dominio
Por los siglos de los siglos. ¡Aleluya! ¡Amén!
Una por una fueron silenciadas las voces, ahogadas con su propia sangre,
agonía y muerte; uno por uno los clamores y contorsiones de angustia se confundían
con exclamaciones de alabanza; y estos bellos espíritus juveniles, tan heroicos ante el
sufrimiento y fieles hasta la muerte, llevaron su canto hasta unirlo con los salmos de los
redimidos en las alturas.

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