EL MARTIR DE LAS CATACUMBAS
Richard L. Roberts
Repentinamente se dio una señal y dos hombres saltaban a la arena y se precipitaban
desde extremos opuestos sobre esta miserable multitud. Eran el africano y el de Batavia. Ya
frescos después del reposo, caían sobre los infelices sobrevivientes que ya no tenían ni
el espíritu para combinarse, ni la fuerza para resistir. Todo se reducía a una carnicería.
Estos gigantes mataban a diestra y siniestra sin misericordia, hasta que nadie más que
ellos quedaba de pie en el campo de la muerte y oían el estruendo del aplauso de la
muchedumbre.
Estos dos nuevamente renovaban el ataque uno contra el otro, atrayendo la
atención de los espectadores, mientras eran retirados los despojos miserables de los
muertos y heridos. El combate volvía a ser tan cruel como el anterior y de invariable
similitud. A la agilidad del africano se oponía la precaución del de Batavia. Pero
finalmente aquél .lanzó una desesperada embestida final; el de Batavia lo paró y con la
velocidad del relámpago devolvió el golpe. El africano retrocedió ágilmente y soltó su
espada. Era demasiado tarde, porque el golpe de su enemigo le había traspasado el
brazo izquierdo. Y conforme cayó, un alarido estrepitoso de salvaje regocijo surgió del
centenar de millares de así llamados seres humanos. Pero esto no había de
considerarse como el fin, porque mientras aún el conquistador estaba sobre su víctima,
el personal de servicio se introdujo de prisa a la arena y lo sacó. Empero tanto los
romanos como el herido sabían que no se trataba de un acto de misericordia. Sólo se
trataba de reservarlo para el aciago fin que le esperaba.
-El de Batavia es un hábil luchador, Marcelo -comentó un joven oficial con su
compañero de la concurrencia a la que ya se ha aludido.
-Verdaderamente que lo es, mi querido Lúculo -replicó el otro-. No creo haber
visto jamás un gladiador mejor que éste. En verdad los dos que se han batido eran
mucho mejores de lo común.
-Allá adentro tienen un hombre que es mucho mejor que estos dos.
-¡Ah! Quién es él? -El gran gladiador Macer. Se me ocurre que él es el mejor que jamás
he visto.
-Algo he oído respecto a él. ¿Crees que lo sacarán esta tarde? -Entiendo que sí.
Esta breve conversación fue bruscamente interrumpida por un tremendo rugido
que surcó los aires procedentes del vivario, o sea el lugar en donde se tenían
encerradas las fieras salvajes. Fue uno de aquellos rugidos feroces y terroríficos que
solían lanzar las más salvajes de las fieras cuando habían llegado al colmo del hambre
que coincidía con el mismo grado de furor.
No tardaron en abrirse los enrejados de hierro manejados por hombres desde
arriba, apareciendo el primer tigre al acecho en la arena. Era un fiera del África, desde
donde había sido traída no muchos días antes. Durante tres días no había probado
alimento alguno, y así el hambre juntamente con el prolongado encierro había aguzado
su furor a tal extremo que solamente el contemplarlo aterrorizaba. Azotándose con la
cola recorría la arena mirando hacia arriba, con sanguinarios ojos, a los espectadores.
Pero la atención de éstos no tardó en desviarse hacia un objeto distinto. Del otro
extremo de donde la fiera se hallaba fue arrojado a la arena nada menos que un
hombre. No llevaba armadura alguna, sino que estaba desnudo como todos los
gladiadores, con la sola excepción de un taparrabo. Portando en su diestra la habitual
espada corta, avanzó con dignidad y paso firme hacia el centro del escenario
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