jueves, 27 de octubre de 2016

AUTOBIOGRAFIA-Por MADAME GUYON

Al final del jardín que conectaba con este convento, había una
pequeña capilla dedicada al niño Jesús. Aquí me trasladaba yo para
la devoción y, por algún tiempo, allá llevaba cada mañana mi
desayuno, escondiéndolo tras la imagen. Tan niña era, que
consideraba que hacía un sacrificio considerable privándome de él.
Delicada en mis preferencias culinarias, deseaba mortificarme; pero
el amor propio estaba aún demasiado presente como para someterme
de verdad a tal mortificación. Cuando estuvieron limpiando esta
capilla, encontraron tras la imagen lo que había dejado allí y pronto
adivinaron que fui yo.
Me habían visto ir allá cada día. Creo que Dios,
que no permite que nada pase sin su debida paga, pronto me
recompensó con un interés personal hacia esta pequeña devoción
infantil.
Por un tiempo seguí junto a mi hermana, donde retuve el amor y
temor de Dios. Mi vida era fácil; Estaba siendo educada al son y
compás de ella, y yo estaba a gusto. Mejoraba mucho en los estudios
cuando no estaba enferma, pero muy a menudo lo estaba, y era
atacada por males que eran tan inesperados, como poco corrientes.
Por la tarde, bien; por la mañana, hinchada y llena de marcas
azuladas, síntomas previos a una fiebre que al poco llegaba. A los
nueve años, me dio una hemorragia tan violenta que pensaron que
me iba a morir. Acabé sumamente debilitada.
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Poco antes de este duro ataque, mi otra hermana tuvo celos, y
quiso tenerme bajo su cuidad
o. A pesar de que llevaba una vida
ordenada, no tenía un don para la educación de los niños. Al
principio cuidó de mí, pero todos sus cuidados no dejaron huella
alguna en mi corazón. Mi otra hermana hacía más con una mirada,
que lo que ella hacía ya con cuidados, o bien con amenazas. Al ver
que no la amaba tanto, cambió a un trato riguroso. No me permitía
hablar con mi otra hermana. Cuando se enteraba que había hablado
con ella
, mandaba azotarme, o ella misma me golpeaba. Ya no podía
por más tiempo resistir el maltrato
, por lo que devolví con aparente
ingratitud todos los favores de mi hermana por parte de padre, no
yendo más a verla. Pero esto no le impidió darme muestras de su
acostumbrada bondad durante la grave enfermedad recién
mencionada. Interpretó comprensivamente mi ingratitud como mi
temor al castigo, en vez de mal corazón. En verdad creo que este fue
el único caso en el que el temor al castigo obró de forma tan poderosa
en mí. Desde entonces sufría más por afligir a Aquel al que yo amaba,
que soportando el escarmiento de mano de los demás.
Tú sabías, oh mi Amado, que no era el miedo a tus castigos lo
que se hundió tan profundamente, ni en mi entendimiento, ni en mi
corazón; era la tristeza por ofenderte lo que siempre constituía toda
mi angustia, que tan grande era.
Me imagino que si no hubiera ni
Cielo ni Infierno, siempre habría guardado el mismo temor a
disgustarte. Tú sabías que tras mis faltas, cuando, en indulgente
misericordia te complacías en visitar mi alma,
tus cuidados eran mil
veces más insoportables que tu vara.
Al ponerse mi padre al corriente de todo lo sucedido, me volvió a
llevar a casa. Casi había cumplido diez años. No estuve mucho
tiempo en mi hogar. Una monja del orden de San Dominico, de una
gran familia, y uno de los amigos más íntimos de mi padre, le pidió
autorización para alojarme en su convento. Era la priora y prometió
cuidar de mí y hospedarme en su habitación. Esta dama me había
tomado un gran cariño. Estaba tan solicitada por su comunidad, en
sus muchas situaciones problemáticas, que no tenía libertad para
cuidar mucho de mí. Tuve la varicela, que me mantuvo en cama
durante tres semanas a lo largo de las cuales recibí muy mala
atención, aunque mi padre y mi madre pensaban que estaba bajo
unos excelentes cuidados. Las damas de la casa tenían tal pavor a la
varicela que, imaginándose que era eso lo que tenía, ni se me
acercaban. Pasé casi todo el tiempo sin ver a nadie. Una de las
hermanas, que sólo me procuraba la dieta a unas horas específicas,
se volvía a ir apresuradamente. De forma providencial encontré una
Biblia, y al tener una afición hacia la lectura
, así como una presta
memoria, me pasaba los días leyéndola de la mañana a la noche.
Me
aprendí totalmente la parte histórica
. Pero era verdaderamente muy
infeliz en esta casa. Los otros internos, muchachas mayores, me
afligían con crueles persecuciones. Estuve tan desatendida, también
respecto a la comida, que me quedé bastante escuálida

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