Una historia asombrosa, tierna, emocionante. Un humilde muchacho africano elevado a un sitial de leyenda por la elección y la gracia de Dios. Un creyente sencillo que asombró a los sabios y les hizo inclinarse ante la gloria que irradiaba. El príncipe Kaboo, de la tribu Kru, de Costal de Marfil, más conocido como Samuel Morris, murió hace 108 años, pero su ejemplo sigue bendiciendo a muchos.
Proezas de la Fe
El príncipe Kaboo
El príncipe Kaboo
—Mi Padre me ha dicho que usted me llevará a Nueva York a ver a Esteban Merritt – dijo el joven negro al capitán, mientras éste desembarcaba desde un bote con varios tripulantes de su barco.
El capitán pareció no escucharle. Su interés era negociar con los nativos, para luego emprender la navegación otra vez. Sin embargo, al oír (porque había oído) esa extraña afirmación, se fijó en el muchacho, y vio que iba desharrapado y descalzo. ¿Quién era él para hablar así? Además, estaban en Liberia, Africa Occidental, a miles de millas de Estados Unidos.
—¿Quién es tu padre y dónde está? – le preguntó.
—Mi Padre está en el cielo – le contestó el muchacho.
El capitán era un hombre rudo. Así que dejó escapar unas cuantas blasfemias, y luego masculló:
—Mi buque no lleva pasajeros. Debes estar loco – y se fue.
El muchacho no se desanimó. Estuvo haciendo guardia dos días, mientras el capitán iba y venía en sus negocios. Dormía en la arena, y oraba gran parte de la noche.
Al tercer día, cuando pisaron tierra otra vez, el muchacho corrió hacia ellos:
—Mi Padre me ha dicho anoche que esta vez ustedes me llevarán.
El capitán lo miró asombrado. Dos tripulantes le habían abandonado la noche anterior, de manera que le faltaba gente.
Reconoció que el muchacho era de la tribu Kru y supuso que era un marinero con experiencia, como lo eran sus paisanos.
—¿Cuánto quieres ganar? – le preguntó.
—Sólo lléveme hasta Nueva York a ver a Esteban Merritt – respondió el muchacho.
El capitán, entonces, dio la orden y fue embarcado. Corría el año 1889.
El capitán pareció no escucharle. Su interés era negociar con los nativos, para luego emprender la navegación otra vez. Sin embargo, al oír (porque había oído) esa extraña afirmación, se fijó en el muchacho, y vio que iba desharrapado y descalzo. ¿Quién era él para hablar así? Además, estaban en Liberia, Africa Occidental, a miles de millas de Estados Unidos.
—¿Quién es tu padre y dónde está? – le preguntó.
—Mi Padre está en el cielo – le contestó el muchacho.
El capitán era un hombre rudo. Así que dejó escapar unas cuantas blasfemias, y luego masculló:
—Mi buque no lleva pasajeros. Debes estar loco – y se fue.
El muchacho no se desanimó. Estuvo haciendo guardia dos días, mientras el capitán iba y venía en sus negocios. Dormía en la arena, y oraba gran parte de la noche.
Al tercer día, cuando pisaron tierra otra vez, el muchacho corrió hacia ellos:
—Mi Padre me ha dicho anoche que esta vez ustedes me llevarán.
El capitán lo miró asombrado. Dos tripulantes le habían abandonado la noche anterior, de manera que le faltaba gente.
Reconoció que el muchacho era de la tribu Kru y supuso que era un marinero con experiencia, como lo eran sus paisanos.
—¿Cuánto quieres ganar? – le preguntó.
—Sólo lléveme hasta Nueva York a ver a Esteban Merritt – respondió el muchacho.
El capitán, entonces, dio la orden y fue embarcado. Corría el año 1889.
El desdichado rehén
¿Quién era el joven y por qué quería ver a Esteban Merritt, de Nueva York?
La respuesta a esta doble pregunta es muy extraña. Su nombre era Kaboo, tenía diecisiete años, y esperaba que Esteban Merrit le enseñara todo lo que sabía sobre el Espíritu Santo.
Kaboo, en realidad, no era liberiano, sino que pertenecía a una tribu descendiente de los Kru que habitaba al oeste de Costa de Marfil. Su padre era jefe de la tribu. En aquellas regiones, a fines del siglo XIX, era costumbre que un jefe derrotado en la guerra debía entregar a su hijo mayor como rehén para asegurar el pago al vencedor. Si éste se retrasaba, el hijo frecuentemente era sometido a torturas. Esta fue la suerte de Kaboo.
A los 15 años de edad, ya había sido tomado como rehén en tres ocasiones. Para la primera vez era sólo un bebito; en la segunda, estuvo varios años sometido a sufrimientos inena-rrables. Para la tercera, Kaboo tenía 15 años. Su padre reunió todos los bienes que pudo en su asolada tribu para satisfacer las demandas del jefe vencedor, pero fueron insuficientes. Así que Kaboo comenzó a ser torturado cruelmente. Las heridas no tenían tiempo de curarse antes del próximo tormento. La piel de su espalda colgaba a jirones. Pronto estuvo tan agotado que ya no podía mantenerse en pie.
Entonces prepararon dos vigas en forma de cruz, adonde lo arrastraban para continuar el castigo.
Sin embargo, de seguir así las cosas, la muerte que le esperaba sería aun más atroz. Cavarían una fosa y lo enterrarían vivo hasta el cuello. Luego, lo untarían con melaza para atraer a las hormigas carnívoras. En pocos minutos quedarían los puros huesos.
Ante esa perspectiva, Kaboo sólo deseaba morir
¿Quién era el joven y por qué quería ver a Esteban Merritt, de Nueva York?
La respuesta a esta doble pregunta es muy extraña. Su nombre era Kaboo, tenía diecisiete años, y esperaba que Esteban Merrit le enseñara todo lo que sabía sobre el Espíritu Santo.
Kaboo, en realidad, no era liberiano, sino que pertenecía a una tribu descendiente de los Kru que habitaba al oeste de Costa de Marfil. Su padre era jefe de la tribu. En aquellas regiones, a fines del siglo XIX, era costumbre que un jefe derrotado en la guerra debía entregar a su hijo mayor como rehén para asegurar el pago al vencedor. Si éste se retrasaba, el hijo frecuentemente era sometido a torturas. Esta fue la suerte de Kaboo.
A los 15 años de edad, ya había sido tomado como rehén en tres ocasiones. Para la primera vez era sólo un bebito; en la segunda, estuvo varios años sometido a sufrimientos inena-rrables. Para la tercera, Kaboo tenía 15 años. Su padre reunió todos los bienes que pudo en su asolada tribu para satisfacer las demandas del jefe vencedor, pero fueron insuficientes. Así que Kaboo comenzó a ser torturado cruelmente. Las heridas no tenían tiempo de curarse antes del próximo tormento. La piel de su espalda colgaba a jirones. Pronto estuvo tan agotado que ya no podía mantenerse en pie.
Entonces prepararon dos vigas en forma de cruz, adonde lo arrastraban para continuar el castigo.
Sin embargo, de seguir así las cosas, la muerte que le esperaba sería aun más atroz. Cavarían una fosa y lo enterrarían vivo hasta el cuello. Luego, lo untarían con melaza para atraer a las hormigas carnívoras. En pocos minutos quedarían los puros huesos.
Ante esa perspectiva, Kaboo sólo deseaba morir
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