viernes, 20 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES -912

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA 1889
 
Luego se aventuró por el corredor, caminando 
sobre la punta de los pies para hacer el menor ruido 
posible. 
Al pasar por delante de la alcoba de los ancianos, 
oyó sus acompasadas respiraciones. 
El paje se detuvo. 
Dudó un momento en poner en práctica sus torpes 
deseos. 
912 EL JURAMENTO 
Sin embargo, presentóse de nuevo ante su imagi- 
nación la encantadora imagen de Esther y el opu- 
lento porvenir que se le ofrecía, y avanzó hasta la 
estancia en que la joven reposaba. 
Garcés abrió la puerta. 
La hebrea dormía. 
Nunca le había parecido tan encantadora. 
Sus negros cabellos flotaban libremente sobre la 
almohada como una madeja de azabache. 
Sus largas pestañas velaban los ojos. 
Su boca estaba entreabierta por una sonrisa. 
La indiscreta sábana dejaba descubierto su mór- 
bido seno, blanco y redondo como las perlas de Ba- 
sora. 
Los ojos de Garcés brillaron como carbunclos. 
Dejó sobre la mesa la lámpara que había llevado, 
y se aproximó. 
Transcurrido un instante en que estuvo contem- 
plándola como el tigre que se deleita con la proximi- 
midad de su victoria, depositó en sus labios un beso. 
La joven despertó bruscamente. 
Sus dilatadas pupilas se clavaron con sorpresa en 
Garcés. 
Incorporóse en el lecho, cubriéndose el seno por 
un natural instinto de pudor, y dijo: 
— ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Qué quieres? ¿Qué hora es? 
— Quiero tu amor — respondió el paje con voz tré- 
mula. 
No me desprecies, no me maldigas, yo no ten- 
go la culpa de haber podido contemplar tus hechizos. 
DE DOS HÉROES. 913 
— Garcés, amado mío, vete, mi padre se moriría 
de dolor. 
— ¡ Ah, me desprecias! ¿Y eres tú la que me jurabas 
un amor eterno, y la que me decías que serías mi 
esposa? 
— Sí, seré tu esposa, yo te lo juro. 
— No, tú no me amas. Adiós, adiós, pues. 
— Escucha, yo te ruego que medites los motivos 
que me inducen á pedirte que te marches. Mis po- 
bres padres... 
— No, eso no es más que un pretexto. 
Ya me extrañaba que aceptases á un hombre tan 
pobre como yo. 
— No, Garcés, yo seré tu esclava, yo te adoro. . . . 
Al siguiente día, cuando brillaban en el cielo los 
primeros resplandores de la aurora, un joven ma- 
cilento abandonaba la estancia de la hebrea. 
Era el paje Garcés. 
115 
CAPITULO XCIII. 
Nubes en el horizonte. 
Una hora después el viejo Jacob abandonó su le- 
cho y dirigióse, como de costumbre, á la estancia de 
su hija, para depositar un beso en su frente. 
Esther, ai sentir el rumor de sus pasos, se ocultó 
avergonzada entre las sábanas. 
El hebreo, creyéndola dormida, separó el lienzo y 
la contempló con embeleso. 
— Esther, le dijo con cariño — despierta, hija mía. 
La joven abrió sus ojos, que estaban empañados 
por las lágrimas. 
— ¿Qué tienes, amor mío? — le preguntó Jacob atra- 
yéndola con dulzura hacia su pecho. 
— Nada, padre. 
•—Responde con franqueza:— ¿Acaso no te inspiro 
ya confianza? 
— ¡Cómo sería eso posible! 
— Tú has llorado. 
—Con efecto, he llorado, pero el origen de mis lá- 
grimas fué la quimera de un sueño. 
916 EL JURAMENTO 
— ¿Nada más? 
— Nada más. 
— Ay, hija mía, qué difícil es á la juventud enga- 
ñar á los viejos. 
Alguna ventaja había de darnos la edad. 
— No te comprendo, padre. 
— Pues yo te explicaré lo que quiero decir. 
Hace algún tiempo que te noté preocupada y tris- 
te, y como te amo tanto he procurado indagar los 
motivos de tus preocupaciones. 
— ¿Y lo habéis conseguido? 
— ¡Cómo no! 
Cuando una niña pierde los colores que esmaltan 
su rostro y adquiere cierta gravedad, es porque se 
halla enferma. 
— ¿Luego creéis que yo estoy enferma? 
Nunca me he sentido mejor. 
— Hay muchas enfermedades que hacen daño, aun- 
que no marquen sus huellas en el cuerpo. 
— ¿Cuáles, padre mío? 
— El amor. 
— Esther inclinó la cabeza. 
— Tú amas, y siento que tus labios no hayan te- 
nido la franqueza de revelarme este secreto. 
— ¿Y sabéis quién es la causa de mi preocupación? 
— No es preciso recapacitar mucho para compren- 
derlo. 
Amas á nuestro protegido. 
— Pues bien, padre de mi alma, es cierto: — por 
qué he de seguir negando lo que ya sabéis. 
DE DOS HÉROES. 917 
No os lo había dicho porque casi no me había 
dado cuenta de mis sentimientos. 
— Lo creo, pobre hija mía, lo creo en ti, que eres 
tan pura y tan buena como los ángeles del cielo. 
— ¿De modo que no os enojáis por mi amor? 
— No, Esther, aunque viejo, aun se hallan graba- 
das en mi memoria las dulzuras de ese sentimiento. 
Sé que es tan esencial á la juventud como el agua 
á las plantas. 
¿Cómo he de privárselo á tu corazón? 
 — Garcés temía despertar vuestro enojo, por eso 
no os ha dicho nada. 
— No puedo negarte que hubiera querido para ti 
una persona que reuniese otras circunstancias. 
— ¿Por qué, padre mío? — preguntó Esther: — ¿Acaso 
no os parece bueno? 
— Lejos de mi ánimo semejante creencia. 
Ese joven es muy apreciable, pero ni profesa tus 
propias doctrinas, ni es de nuestra raza. 
Además, no posee absolutamente medios de for- 
tuna. 
— ¡Ah padre mío, eso era lo que mas le inquietaba! 
Temía, y veo que no sin fundamento, que le 
echaseis en cara su pobreza. 
— Pues suponía mal. 
Yo podré decírtelo á ti, que eres mi hija, y en los 
instantes en que nos hallamos en el seno de la con- 
fianza, pero nunca á él. 
Los padres somos egoístas, pero nuestro egoísmo 
es disculpable. 
918 EL JURAMENTO 
Todo nos parece poco para nuestros hijos, porque 
querríamos colmarlos de grandezas. 
Sin embargo, yo no me opongo á que os desposéis 
cuando ese joven me haya demostrado su buena ap- 
titud para el trabajo. 
Esther inclinó la cabeza sobre el pecho. 
— ¿También te ofendes por lo que te digo? 
Sé razonable, hija mía. 
Hoy ya no es posible hacer otra cosa. 
¿Cómo quieres que consienta en una boda que 
no te ofrece porvenir? 
Si te ama, como aseguras, y yo no dudo en creer, 
él se hará un hombre de provecho. 
Todavía sois muy jóvenes. 
Sobrado tiempo os queda de uniros para siempre. 
Yo por mi parte, le pondré en condiciones de hacer 
fortuna. 
— ¿Como mercader? 
  Es uno de los oficios más productivos. 
— ¿Y por qué no le asociáis á vuestros negocios? 
— Lo haré, puesto que nos veremos todos los días. 
La joven hebrea, al escuchar estas últimas pala- 
bras clavó sus ojos negros en el anciano. 
— No os comprendo — dijo después de un instante. 
Claro está que habéis de verle todos los días, su- 
puesto que vive en nuestra misma casa. 
— Pero eso ha sido hasta hoy. 
— ¿Según eso, pensáis manifestarle vuestros deseos 
de que salga de aquí? 
— Creo que no tendré necesidad de hacerlo; pues 
DB DOS HÉROES. 91D 
Garcés es bastante delicado para comprender sus 
deberes. 
— ¡Ah, padre mío! ¿Luego no le admitisteis en vues- 
tra casa más que durante la época de su infortunio, 
y ahora que ha recuperado la vista le arrojáis de 
ella? 
— Esther, no seas niña, yo hubiera permitido á 
ese joven que viviera á nuestro lado eternamente, 
pero no comprendes que hoy es imposible. 
— ¿Por qué? 
— Tu natural candidez justifica que me hagas esa 
pregunta. 
La joven hebrea se ruborizó 
Su padre aun la creía candida, aun la creía taN 
pura como los pétalos de una azucena. 
Una lágrima rodó por sus mejillas. 
Pocos instantes después el viejo Jacob abandonaba 
la estancia. 
Entonces fué cuando la joven dio rienda suelta á 
su llanto. 
— ¡Ah, Dios de Israel! — exclamó. — ¿Cómo recibirá 
mi amante esta noticia? 
El imaginaba como yo, que jamás tendríamos que 
separarnos. 
Sin embargo, yo debo decírselo. 

EL JURAMENTO DE DOS HEROES - 908

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA 1889
 
— Esther, es necesario que meditemos sobre nues- 
tra situación. 
Tú eres la hija de un mercader que ha adquirido 
bienes de fortuna con su trabajo y su laboriosidad. 
Yo, en cambio, no soy más que un desdichado, á 
quien recogisteis enfermo y solo en medio del campo. 
¿No le parecerá al viejo Jacob que tú puedes aspi- 
rar á una boda más ventajosa? 
— No lo creas. 
Aunque todos los de mi raza son tildados de mer- 
cenarios y ruines, hay excepciones, y entre ellas de- 
bes incluir á mi padre. 
El mayor tesoro que él ambiciona es mi ventura, 
y ésta no puedo disfrutarla más que junto á ti. 
— ¡Ojalá no te engañes! 
Yo por el pronto procuraré, antes de hablarle, de- 
mostrar mi aptitud para el trabajo, y si considera 
que algún día puedo enriquecerme, entonces le pe- 
diré tu mano. 
— ¿Antes no? 
— Mi delicadeza me lo impide. 
Y sin embargo, cuánto he de sufrir. 
— Y yo también. 
— Antes no te veían mis ojos, sólo podía contem- 
plar tu alma con los de la mía; pero ahora que he 
recuperado este precioso don, y que puedo por lo 
tanto admirar tu hermosura, voy á tener muchas y 
908 EL JURAMENTO 
horribles luchas, de las que quizás no salga vencedor. 
Esther no comprendió sus palabras. 
Era tan pura como la nieve de aquellas montañas 
á cuyas cumbres no llega nunca la planta humana. 
Media hora después, los jóvenes emprendieron de 
nuevo el camino para volver á su casa. 
Garcés iba preocupado. 
Como la felicidad no es duradera, la que experi- 
mentó al recuperar la vista iba desvaneciéndose para 
dejar paso á nuevos deseos. 
Estos deseos eran despertados por la inocente 
Esther. 
Cuando llegaron á la casa, el viejo Jacob, Sara y 
Ezequiel ya los esperaban. 
— La cena está dispuesta — dijo la anciana, diri- 
giéndose á los dos jóvenes. 
— ¿Acaso os hemos hecho esperar? 
 — No, hijos míos. 
Sentáronse al rededor de la mesa, y todos la hicie- 
ron bien los honores, á excepción de la joven hebrea 
y el paje. 
Ambos se hallaban preocupados. 
Al terminar la cena, el viejo Jacob rezó unas ora- 
ciones que fueron repetidas por los circunstantes. 
Luego se sentaron junto al hogar. 
Ezequiel, después de depositar un respetuoso beso 
en la mano de su padre, le pidió autorización para 
dar una vuelta por la ciudad. 
— Con efecto que yo debiera hacer lo propio — dijo 
el paje á su joven compañera. 
DB DOS HÉROES. 909 
— ¡Cómo quieres salir! — le preguntó ésta con acen- 
to triste. 
— ¿Te opones á ello? 
—Yo no puedo oponerme á tus deseos, pero... 
—Acaba. 
— Temo que te perjudique la frialdad de la noche, 
y además como estaba tan mal acostumbrada... 
Antes no pensabas en dejarme sola. 
— Ni ahora tampoco. 
¿Quieres que vayamos al jardín? 
DebE estar muy hermoso. 
—Como quieras. 
Un instante después, los dos jóvenes se dirigían al 
patio de la casa. 
Este se hallaba iluminado por los melancólicos re- 
flejos de la luna. 
La belleza de Esther parecía más perfecta. 
El paje la contemplaba con embeleso. 
Ya no veía en ella la tierna amiga que nos hace 
gozar con las idealidades del amor platónico, sino á 
la mujer que nos predispone á la voluptuosidad del 
amor. 
Garcés permanecía silencioso. 
Una idea cruzaba por su mente. 
El anciano Jacob era rico. 
Por mucho que á éi le apreciase, era indudable 
que aspiraría á un partido más ventajoso para su 
amada Esther. 
— ¡Ah! — pensaba el joven — es una lástima que es- 
ta celestial criatura no me pertenezca. 
910 EL JURAMENTO 
Sus padres han depositado en mí toda su con- 
fianza. 
Medios existen para que no duden en desposarla 
conmigo. 
En cuanto á ella, es una niña y me ama demasia- 
do para preservarse de mis asechanzas. 
El paje estaba sombrío. 
— ¿Qué tienes? — le preguntó la hebrea. 
— No lo sé. 
— ¿Quieres que nos retiremos de nuevo á casa? 
— Sí, ya debe ser tarde. 
Ambos regresaron á la estancia, donde el viejo 
Jacob se había quedado dormido. 
Sara terminaba sus quehaceres domésticos. 
— ¿Ha vuelto Ezequiel? — preguntó el paje. 
Sí- 
— ¿Se ha acostado? 
— Me parece que sí. 
— En ese caso voy á hacer lo mismo. 
Adiós, Sara: adiós, Esther. 
— Hasta mañana — dijeron la anciana y la hebrea. 
Garcés se dirigió á su estancia. 
Al entrar en ella observó que Ezequiel dormía 
profundamente. 
En vez de acostarse se asomó á la ventana. 
La noche estaba espléndida. 
Sólo interrumpía su silencio el melancólico canto 
de la corneja, ó el zumbido que producían en el 
aire las mariposas nocturnas. 
DE DOS HÉROES. 911 
El paje permaneció con la cabeza presa entre am- 
bas manos cerca de una hora. 
Cualquiera que hubiese podido observarle hubie- 
ra notado que su espíritu luchaba. 
Aproximóse de nuevo al lecho de Ezequiel. 
— ¡Esto sería espantoso! — exclamó: — parece impo- 
sible que yo piense en la deshonra de la familia que 
tanto bien me ha hecho. 
No, demasiadas infamias he cometido ya. 
Sin embargo, el paje, no pudiendo dominar sus 
malos instintos, prosiguió: 
— Y después de todo, ¿qué importa? 
¿Acaso no pienso en desposarme con ella? 
Esther no vacilará entonces en manifestar á Jacob 
sus deseos. 
Seré el esposo de una mujer tan hermosa como 
angelical, y á la muerte de sus padres el dueño de 
una gran parte de sus riqueza^. 
Y Garcés, después de dirigir una nueva mirada á 
Ezequiel, se aproximó á la puerta de la estancia, 
levantó el pestillo, y la hizo girar cautelosamente so- 
bre sus goznes. 

JURAMENTO DE DOS HEROES -906

 JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS 
ESPAÑA
1889
  — Ahora voy á llamar á mis padres y á Ezequiel. 
¡Ah! Ya verás cuan inmensa va á ser su alegría! 
¡Han llegado á quererte como si fueses hijo suyo! 
— Dios los bendiga. 
Disponíase la hebrea á salir de la estancia con ob- 
jeto de ser la primera que comunicase la noticia, 
cuando el paje la detuvo. 
— Ven, no te marches. 
— ¿No quieres que haga lo que te he dicho? 
Mis padres van á volverse locos de alegría. 
— Antes déjame que te contemple á solas. 
Esther se aproximó. 
¡Cuan felices se sentían! 
¡Ambos eran jóvenes y hermosos! 
Parecían haber nacido el uno para el otro. 
Un instante después escucháronse en la estancia 
contigua rumores de voces y de pasos. 
— ¡Es el médico! — dijo la hebrea. 
Con efecto, el anciano Jacob, seguido de Sara y el 
doctor, aparecieron en el dintel de la puerta. 
DE DOS HÉROES. 903 
El paje dejó que éstos se aproximasen, y luego se 
precipitó en sus brazos alternativamente. 
— ¡Loado se Dios! — exclamaron entre sorprendidos 
y gozosos. 
— Gracias, Jacob — murmuró el joven; — gracias, Sa- 
ra: el cielo os premie, doctor. 
Y todos lloraban, mezclando las lágrimas con las 
sonrisas. 
— Habéis cometido una imprudencia que pudiese 
haber destruido nuestros planes, dijo el médico con 
acento de cariñosa reconvención. 
— Pero disculparéis mi impaciencia, ¿no es verdad? 
— Como afortunadamente el resultado ha sido satis- 
factorio, os perdono. 
Todas las locuras, cuando salen bien, merecen la 
admiración de los hombres y hasta pierden este ca- 
rácter. 
— ¿No le ocasionará ningún daño haberse quitado 
la venda? preguntó Esther. 
— No, afortunadamente su curación es completa. 
— ¿Ni le perjudicará salir? 
— Tampoco. 
Pasadas las primeras impresiones que la luz haya 
producido en sus ojos, ya no hay cuidado. 
— ¿De modo que se realiza vuestra profecía, dijo 
Garcés estrechando la mano del viejo Jacob, y podré 
presenciar la entrada de los monarcas? 
— Desde luego. 
— ¿Y visitar á Torrigiano y á su noble esposa sin 
necesidad de que me guies? 
904 EL JURAMENTO DE DOS HÉROES. 
— Es cierto, respondió Esther, cuyo corazón pal- 
pitaba como si quisiese salirse de su pecho. 
— ¡Ah, Dios mío! — nunca tanto como ahora com- 
prendo lo mucho que os debo. 
Esther, es preciso que hoy salgamos á visitar la 
ciudad. 
Quiero verlo todo. 
— Especialmente el campo, dijo el médico, es lo 
que más conviene á vuestra salad debilitada por las 
constantes preocupaciones que habéis tenido. 
— Perfectamente, iré al campo. 
¿Como no obedecer vuestro régimen si acabáis de 
darme una prueba de vuestra inmensa sabiduría? 
Aquella tarde brilló la felicidad en aquella casa. 
Todo se volvieron proyectos. 
Jacob pensó desde luego que el paje permanecería 
á su lado, considerándole como á uno de sus hijos. 
Éste manifestó sus deseos de ayudarle en lo que 
pudiese. 
Por mala que fuera su alma, no era posible que 
tan pronto se sintiese inclinado hacia la negra in- 
gratitud. 
CAPITULO XCII. 
Un mal pensamiento. 
Aquella tarde el paje y Esther, fieles á sus pro- 
pósitos, se encaminaron hacia la ribera del Guadal- 
quivir. 
La temperatura era hermosa; sin embargo, como 
todavía la acción de los rayos del sol ocasionaba al- 
guna molestia, sentáronse ambos jóvenes á la som- 
bra de un árbol. 
Garcés no apartaba sus ojos de la hebrea. 
Jamás en su imaginación había podido figurársele 
tan hermosa. 
Tal vez aquella era la primera en que la fantasía 
no había superado á la verdad. 
Esther contestaba á sus miradas, aunque el rubor 
hacía que las suyas fuesen menos insistentes. 
Los pájaros trinaban á su alrededor. 
Las flores perfumaban el ambiente. 
Hasta las hojas de los árboles mecidas por la brisa 
producían un leve y cadencioso rumor, que comple- 
taba aquel concierto de la naturaleza. 
— ¡Qué hermosa tarde! — exclamó la hebrea, diri- 
114 
906 EL JURAMENTO 
giendo sus negros ojos á las vastas extensiones del 
firmamento. 
— Casi tanto como tú, mi querida Esther — respon- 
dió el paje, tomando entre las suyas una de las ma- 
nos de la joven. 
Esta se sonrió. 
Garcés, pasado un instante, dijo: 
— Oye, amada mía, ¿cuáles son tus proyectos para 
el porvenir? 
— No te comprendo. 
— Quiero que me digas cuáles son tus propósitos 
respecto á lo que debemos hacer. 
Yo te amo, me encuentro en condiciones de tra- 
bajar, pero no me atrevo á manifestar á tus padres 
mis deseos. 
— ¿Qué desearías, Garcés? 
—Brava pregunta. 
 ¿Qué es lo que puede solicitar un joven cuando ama 
á una mujer tan virtuosa y tan bella como eres tú? 
Sin duda alguna que debe aspirar á casarse. 
— ¡Ah! ¿Luego has pensado en hacerme tu esposa? 
— ¿Cómo no? ¿Acaso te opones á mis deseos? 
Esther, por toda respuesta estrechó entre las suyas 
la mano del paje. 
Sin embargo — prosiguió éste — ya te he dicho que 
me preocupa decirle mis pretensiones á Jacob y á 
Sara. 
— ¿Por qué? 
¿No sabes que ellos te consideran como á nosotros? 
— Ciertamente que lo sé, pero quizás por lo mis- 
DE DOS HÉROES. 907 
mo que tantas pruebas de estimación me han dado, 
es por lo que no me determino á abusar de ellos. 
— ¿Llamas abuso á lo que constituiría mi felicidad? 
— Esther, es necesario que meditemos sobre nues- 
tra situación. 

miércoles, 18 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES 859-864

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIANCASTELLANOS
ESPAÑA
1889
 
DE DOS HÉROES. 859 
— Dime cuanto te haya preocupado. 
— Quizás las mismas causas que á ti. 
— ¡Cómo! ¿Es posible que mi felicidad ó mi des- 
gracia hiciese huir el sueño de tus párpados? 
— Lo único que puedo decirte es que mi pensa- 
miento no se ha alejado de tu persona. 
El paje guardó silencio. 
Tal vez comprendió entonces el afecto que había 
inspirado á la joven. 
¿Pero cómo pensar en ella? 
Garcés no conocía más que la nobleza de su alma; 
era la única que podía apreciar, y para un corazón 
como el suyo no era lo bastante. 
— ¿Quieres llevarme al jardín? — le preguntó dando 
otro giro al diálogo. 
— Vamos, pues que lo deseas. 
Garcés se apoyó en el brazo de la linda enfermera. 
Al pasar por la habitación donde se hallaba Sara, 
le recomendó que los avisase cuando llegara la hora 
de almorzar. 
— Perfectamente— respondió la cariñosa madre — 
procura que el enfermo no tome sol; ya sabes que el 
doctor ha recomendado que se huya de todo aquello 
que pueda serle perjudicial. 
Les jóvenes cruzaron una pequeña galería; luego 
bajaron al zaguán que conducía al patio. 
Era verdaderamente encantador ver á aquella her- 
mosa pareja. 
CAPITULO LXXXVII. 
Perspectivas risueña». 
Garcés oyó con deleite los murmullos que produ- 
cían las aguas del surtidor, aspirando á la par los 
gratos aromas de las flores. 
— Todo esto debe ser muy bonito, ¿no es cierto? — 
preguntó á la joven. 
— Ciertamente que sí — respondió Esther. 
— Y sin embargo no me inspira curiosidad ver las 
macetas de ios claveles, ni la diafanidad del cielo. 
La hebrea contempló al enfermo con sorpresa. 
— ¿Cómo? — le preguntó después de un instante. — 
¿No deseas admirar estos sitios, aunque no sea más 
que porque esto probará que ha vuelto la luz á tus 
ojos? 
— Deseo recuperar la vista; pero mi mente lo am- 
biciona con el solo objeto de contemplar tu hermo- 
sura, como ayer te dije. 
— ¿Y si en vez de encontrarme hermosa te parecie- 
se fea? 
— Eso es imposible. 
862 EL JURAMENTO 
— ¿Por qué? 
— Porque eres un ángel, y los ángeles tienen que 
ser hermosos necesariamente. 
— Jamás me había ocupado de mi persona hasta 
ayer. 
— No lo dudo; la tímida violeta siempre se oculta 
con modestia entre las verdes hojas que la rodean. 
Pero según lo que me dices, ayer te has mirado al 
espejo. 
— Tus palabras me impresionaron, tuve deseos de 
preguntarme si era verdad lo que suponías, y me vi 
retratada en los vidrios de la ojiva de mi habita- 
ción. 
— Dime ingenuamente, ¿cómo te encontraste? 
— No lo sé — respondió la joven, acompañando su 
respuesta con una encantadora sonrisa que se dibujó 
en sus labios. 
— Sí, te encontraste hermosa, porque lo eres; yo 
no he tenido la fortuna de contemplarte jamás, y sin 
embargo he formado en mi imaginación el ideal de la 
belleza de las hijas de Israel. 
Tu sonrisa será como la de los serafines que con- 
templan á Dios. 
Tus ojos radiantes como el sol del Mediodía. 
— Es cierto — dijo una voz. 
El ciego volvióse instintivamente hacia aquel sitio, 
como si fuera á poder contemplar al intruso que ha- 
bía escuchado sus palabras. 
Esther hizo lo propio, hallándose con el vecino es- 
cultor que, asomado á su ventana, hacía algunos ins- 
DB DOS HÉROES. 863 
tantes que se recreaba en contemplar la artística pa- 
reja. 
— ¿Quién nos ha hablado? — preguntó Garcés á su 
-compañera. 
— Un caballero que se halla en una de las venta- 
nas que caen sobre el jardín. 
Las facciones del paje adquirieron un aspecto 
huraño. 
— No os incomodéis; si me he tomado la libertad 
de interrumpir vuestra conversación — dijo el escul- 
tor — lo he hecho únicamente para acreditaros que la 
joven que se halla en vuestra compañía es tan hermo- 
sa como suponéis. 
Las dulces inflexiones de voz de Pedro Torrigia- 
no hicieron desaparecer la mala impresión que en 
el ánimo de Garcés había producido. 
Torrigiano continuó: 
— Y ahora que he tenido ocasión de hablar con 
vosotros, deseo haceros algunas preguntas. 
— Guantas queráis — contestó Esther con afabilidad. 
— ¿Tienes padres? 
— Sí, señor. Afortunadamente los conservo á mi 
lado. 
— Y este pobre enfermo, ¿es quizás hermano tuyo? 
La hija de Jacob hizo un movimiento negativo. 
— Lo había supuesto. 
De todas maneras, si no lo sois, vuestras almas han 
fraternizado por el hermoso lazo del amor. 
Las mejillas de Esther se cubrieron de un vivísi- 
mo carmín. 
864 EL JURAMENTO 
Garcés hizo un movimiento. 
Ambos se estremecieron dulcemente al oir la pa- 
labra que acababa de pronunciar el artista. 
— Pues en ese caso — continuó Torrigiano — no qui- 
siera infundir celos á tu compañero, y voy á expli- 
carle el objeto que me ha guiado á mezclarme ea 
vuestra conversación. 
Garcés escuchó. 
— Yo soy escultor. 

martes, 17 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES-

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES-
JULIAN CASTELLANOS
ESPAAÑA
1889
 
CAPITULO XXVIII 
Donde la hermosa Isabel se encuentra 
con el emir de Granada 
Hallábanse todos consagrados á la dulzura del sue- 
ño, cuando interrumpióse de pronto la tranquilidad, 
resonando en el espacio los ecos broncos de las bo- 
cinas. 
Don Pedro despertóse bruscamente, y estregándo- 
se los ojos con ambas manos, comprendió que había 
llegado el instante de empezar la batida. 
Saltó del lecho con una agilidad impropia de sus 
años, y ciñéndose rápidamente los arreos de caza, sa- 
lió de la estancia. 
Doña Isabel ya le aguardaba. 
Fuera del castillo escuchábanse los relinchos de 
los impacientes corceles y los ladridos de los perros, 
ansiosos de gozar libertad. 
Era la hora del crepúsculo matutino. 
Aun se advertía en el cielo el tímido resplandor de 
algunas estrellas. 
La brisa era fresca y perfumada. 
296 EL JURAMENTO 
En el monte escuchábanse los cantos de las per- 
dices, ó el blando arrullo de las palomas torcaces. 
A una orden de D. Pedro cesaron los ecos de las 
bocinas, y los monteros se colocaron sobre las sillas 
de sus caballos. 
Para empezar el ojeo era preciso que rodearan un 
inmenso jaral, que, según afirmaban los conocedores 
del terreno, había de servir de refugio á una jauría de 
jabalíes. 
El día anterior se habían descubierto las trochas 
grabadas en la humedad de la tierra. 
Desplegáronse, pues, los ojeadores en dos grandes 
alas, mientras Isabel, D. Pedro y D. Beltrán aguar- 
daron los resultados del ojeo con el dardo en la ba- 
llesta y la mirada fija en las espesuras de la jara. 
El más absoluto silencio reinaba en el bosque. 
Sin embargo, mucho antes de que los ojeadores pu- 
dieran llegar al sitio conveniente para dar comienzo 
á la batida, hubo un incidente inesperado. 
Hallábase doña Isabel en una prominencia del te- 
rreno desde la que necesariamente tenía que dominar 
toda la extensión del jaral, cuando oyó un confuso 
rumor. 
Era un conjunto inarmónico de cuernos que atro- 
naban el aire, ladridos de lebreles y voces humanas 
que los estimulaban. 
— ¡Son cazadores! — exclamó la joven con mal hu- 
mor, porque comprendió desde luego que habían 
ahuyentado las reses que allí se concentraban. 
Y no había acabado de pronunciar estas palabras, 
HE DOS HÉROES. 297 
cuando descubrió á un gallardo corzo que, con la 
cabeza erguida y el cuerpo tendido en la carrera, sal- 
vaba las zarzas huyendo de los perros que le aco- 
saban. 
El pobre animal estaba herido é iba marcando 
sangrientas huellas en los arbustos. 
La joven se encaró la ballesta, y después de seguir 
con la vista al corzo, dejó escapar el dardo. 
La puntería había sido certera, y el animal cayó 
sobre sus patas traseras, dando angustiosas sacu- 
didas. 
Precipitáronse los perros sobre él. 
Iba la joven á acercarse radiante de felicidad, cuan- 
do se detuvo. 
A pocos pasos del sitio en que se hallaba acababa 
de descubrir á un extraño personaje. 
Era un hombre que revelaba en su traje y actitudes 
que por su posición se elevaba de la generalidad. Su 
barba blanca era larga y rizada. 
A pesar de que tendría cuarenta años, sus ojos ne- 
gros conservaban el brillo de la primera juventud. 
Tez morena ligeramente pálida, facciones que re- 
velaban la energía. Montaba un magnífico caballo 
negro como la noche. En cuanto á su traje, era 
oriental. 

EL JURAMENTO DE DOS HEROES-ESPAÑA

 EL  JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
-ESPAÑA
1889
 
Señores y monteros se dirigieron hacia allí. 
Era un pequeño caserío que constituía un arrabal 
de las cercanías de Granada. 
Mucho antes de que llegasen, aglomeráronse á las 
puertas hombres, mujeres y niños, contemplando con 
curiosidad y admiración aquella comitiva. 
Don Pedro de Solís fué el primero que llegó. 
Un venerable anciano de luenga barba acercóse al 
caballero. 
292 EL JURAMENTO 
Vestía el característico alquicel. 
— Tengo noticia — dijo el padre de doña Isabel— de 
vuestra nunca desmentida hospitalidad. Hemos lle- 
gado aquí con intención de cazar un rato, pero la no- 
che tiende sus alas sobre la tierra, y desearíamos que 
nos permitieras descansar en tu casa hasta el ama- 
necer. 
— No necesitabas tantos preámbulos para reclamar 
tan pequeño favor. Lo único que siento es no poder 
ofreceros un alojamiento tan cómodo como desearía. 
— Ya sabes que los cazadores estamos acostumbra- 
dos á todas las molestias que puedan sobrevenir. 
— ^De dónde venís? 
— De la sierra de Córdoba. 
—Veo que sois cristianos. 
— Con efecto; pero debo advertirte que tengo pa- 
rientes en Granada que se han amparado en tu reli- 
gión y á los que tal vez conozcas por gozar de los fa- 
vores de vuestro monarca. 
— Nada tendría de extraño. 
— ¿Has oído nombrar á Abul-Cazín Venegas? 
— ¿Quién no conoce al ilustre Venegas, privado del 
rey? 
— Pues es mi hermano. 
El respetable anciano se inclinó. 
— En ese caso, no puedo consentir que personas 
de tanto valimiento vengan á compartir conmigo mi 
humilde morada. Yo sov un modesto labrador de 
estas comarcas, y no puedo ofreceros el trato que 
merecéis. 
DE DOS HÉROES. 293 
— Hemos empezado por decirte que sólo buscamos 
un paraje donde descansar algunas horas. 
— Y yo mismo os coaduciré á él. Cerca de aquí 
se eleva un suntuoso castillo que pertenece á vuestro 
hermano el ilustre Abui-Cazín; allí encontraréis nu- 
merosa servidumbre, buenas viandas y lecho donde 
reposar. Es el alojamiento que utiliza el rey cuando 
viene de caza por estos sitios. ea 
— ¿Y dices que pertenece á mi hermano? 
— oí. 
— En ese caso ten la bondad de guiarnos hacia allí. 
El anciano entró en su casa, y un instante después 
salió de nuevo de ella con un báculo en la mano. 
— Vamos, pues. »' 
La comitiva se puso en movimiento. 
Todos los moros de aquella pequeña comarca los 
miraban con asombro y respeto. 
El camino que era necesario emprender distaba 
mucho de ser cómodo. 
Era preciso seguir la ladera de una montaña cu- 
bierta de pedernales. 
Sin embargo, la perspectiva de una noche agrada- 
ble, pasada junto al hogar ó en un lecho blando, 
prestaba bríos á los que se hallaban más fatigados. 
Salvada una cúspide, pudieron descubrir perfecta- 
mente las torres del castillo de Abul-Cazín Venegas. 
Pertenecía á ese orden arquitectónico de los árabes 
que no tiene rival. 
La comitiva se detuvo poco después delante de su 
grandioso pórtico. 
294 EL JURAMENTO Dí DOS HÉROES. 
El anciano que les había servido de guía llamó á 
la puerta. 
Presentóse uno de los criados á quien estaba en- 
comendada la custodia del edificio. 
Un instante después la comitiva se disponía á en- 
trar. 
Echaron pie á tierra los monteros. 
Condujeron los caballos y los perros á un magní- 
fico patio. 
Isabel, D. Pedro y Beltrán, penetraron en las sun- 
tuosas galerías que conducían á las habitaciones. 
El segundo quiso recompensar al anciano con al- 
gunas monedas de plata, que no hubo medio de ha- 
cerle aceptar. 
Otra cosa hubiera sido desmentir la generosidad de 
los sentimientos hospitalarios, tan decantados como 
verdaderos, de los creyentes de Mahoma. 
Después de consumir una abundante y sabrosa 
cena, decidieron acostarse hasta el siguiente día. 
Esto había de reparar necesariamente sus fuerzas 
para emprender la campaña venatoria apenas bri- 
llasen los primeros reflejos de la aurora. 
Sólo hubo una persona que sintió que se aceptase 
esta resolución. 
Este era D. Beltrán de Meneses. 
Decidido como se hallaba á descubrir sus amoro- 
sos pensamientos á la gentil doña Isabel, hubiera 
querido hacerlo aquella misma noche. 
. Pocos momentos después reinaba en el interior 
del castillo el silencio del sueño.