EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA 1889
Luego se aventuró por el corredor, caminando
sobre la punta de los pies para hacer el menor ruido
posible.
Al pasar por delante de la alcoba de los ancianos,
oyó sus acompasadas respiraciones.
El paje se detuvo.
Dudó un momento en poner en práctica sus torpes
deseos.
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Sin embargo, presentóse de nuevo ante su imagi-
nación la encantadora imagen de Esther y el opu-
lento porvenir que se le ofrecía, y avanzó hasta la
estancia en que la joven reposaba.
Garcés abrió la puerta.
La hebrea dormía.
Nunca le había parecido tan encantadora.
Sus negros cabellos flotaban libremente sobre la
almohada como una madeja de azabache.
Sus largas pestañas velaban los ojos.
Su boca estaba entreabierta por una sonrisa.
La indiscreta sábana dejaba descubierto su mór-
bido seno, blanco y redondo como las perlas de Ba-
sora.
Los ojos de Garcés brillaron como carbunclos.
Dejó sobre la mesa la lámpara que había llevado,
y se aproximó.
Transcurrido un instante en que estuvo contem-
plándola como el tigre que se deleita con la proximi-
midad de su victoria, depositó en sus labios un beso.
La joven despertó bruscamente.
Sus dilatadas pupilas se clavaron con sorpresa en
Garcés.
Incorporóse en el lecho, cubriéndose el seno por
un natural instinto de pudor, y dijo:
— ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Qué quieres? ¿Qué hora es?
— Quiero tu amor — respondió el paje con voz tré-
mula.
No me desprecies, no me maldigas, yo no ten-
go la culpa de haber podido contemplar tus hechizos.
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— Garcés, amado mío, vete, mi padre se moriría
de dolor.
— ¡ Ah, me desprecias! ¿Y eres tú la que me jurabas
un amor eterno, y la que me decías que serías mi
esposa?
— Sí, seré tu esposa, yo te lo juro.
— No, tú no me amas. Adiós, adiós, pues.
— Escucha, yo te ruego que medites los motivos
que me inducen á pedirte que te marches. Mis po-
bres padres...
— No, eso no es más que un pretexto.
Ya me extrañaba que aceptases á un hombre tan
pobre como yo.
— No, Garcés, yo seré tu esclava, yo te adoro. . . .
Al siguiente día, cuando brillaban en el cielo los
primeros resplandores de la aurora, un joven ma-
cilento abandonaba la estancia de la hebrea.
Era el paje Garcés.
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CAPITULO XCIII.
Nubes en el horizonte.
Una hora después el viejo Jacob abandonó su le-
cho y dirigióse, como de costumbre, á la estancia de
su hija, para depositar un beso en su frente.
Esther, ai sentir el rumor de sus pasos, se ocultó
avergonzada entre las sábanas.
El hebreo, creyéndola dormida, separó el lienzo y
la contempló con embeleso.
— Esther, le dijo con cariño — despierta, hija mía.
La joven abrió sus ojos, que estaban empañados
por las lágrimas.
— ¿Qué tienes, amor mío? — le preguntó Jacob atra-
yéndola con dulzura hacia su pecho.
— Nada, padre.
•—Responde con franqueza:— ¿Acaso no te inspiro
ya confianza?
— ¡Cómo sería eso posible!
— Tú has llorado.
—Con efecto, he llorado, pero el origen de mis lá-
grimas fué la quimera de un sueño.
916 EL JURAMENTO
— ¿Nada más?
— Nada más.
— Ay, hija mía, qué difícil es á la juventud enga-
ñar á los viejos.
Alguna ventaja había de darnos la edad.
— No te comprendo, padre.
— Pues yo te explicaré lo que quiero decir.
Hace algún tiempo que te noté preocupada y tris-
te, y como te amo tanto he procurado indagar los
motivos de tus preocupaciones.
— ¿Y lo habéis conseguido?
— ¡Cómo no!
Cuando una niña pierde los colores que esmaltan
su rostro y adquiere cierta gravedad, es porque se
halla enferma.
— ¿Luego creéis que yo estoy enferma?
Nunca me he sentido mejor.
— Hay muchas enfermedades que hacen daño, aun-
que no marquen sus huellas en el cuerpo.
— ¿Cuáles, padre mío?
— El amor.
— Esther inclinó la cabeza.
— Tú amas, y siento que tus labios no hayan te-
nido la franqueza de revelarme este secreto.
— ¿Y sabéis quién es la causa de mi preocupación?
— No es preciso recapacitar mucho para compren-
derlo.
Amas á nuestro protegido.
— Pues bien, padre de mi alma, es cierto: — por
qué he de seguir negando lo que ya sabéis.
DE DOS HÉROES. 917
No os lo había dicho porque casi no me había
dado cuenta de mis sentimientos.
— Lo creo, pobre hija mía, lo creo en ti, que eres
tan pura y tan buena como los ángeles del cielo.
— ¿De modo que no os enojáis por mi amor?
— No, Esther, aunque viejo, aun se hallan graba-
das en mi memoria las dulzuras de ese sentimiento.
Sé que es tan esencial á la juventud como el agua
á las plantas.
¿Cómo he de privárselo á tu corazón?
— Garcés temía despertar vuestro enojo, por eso
no os ha dicho nada.
— No puedo negarte que hubiera querido para ti
una persona que reuniese otras circunstancias.
— ¿Por qué, padre mío? — preguntó Esther: — ¿Acaso
no os parece bueno?
— Lejos de mi ánimo semejante creencia.
Ese joven es muy apreciable, pero ni profesa tus
propias doctrinas, ni es de nuestra raza.
Además, no posee absolutamente medios de for-
tuna.
— ¡Ah padre mío, eso era lo que mas le inquietaba!
Temía, y veo que no sin fundamento, que le
echaseis en cara su pobreza.
— Pues suponía mal.
Yo podré decírtelo á ti, que eres mi hija, y en los
instantes en que nos hallamos en el seno de la con-
fianza, pero nunca á él.
Los padres somos egoístas, pero nuestro egoísmo
es disculpable.
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Todo nos parece poco para nuestros hijos, porque
querríamos colmarlos de grandezas.
Sin embargo, yo no me opongo á que os desposéis
cuando ese joven me haya demostrado su buena ap-
titud para el trabajo.
Esther inclinó la cabeza sobre el pecho.
— ¿También te ofendes por lo que te digo?
Sé razonable, hija mía.
Hoy ya no es posible hacer otra cosa.
¿Cómo quieres que consienta en una boda que
no te ofrece porvenir?
Si te ama, como aseguras, y yo no dudo en creer,
él se hará un hombre de provecho.
Todavía sois muy jóvenes.
Sobrado tiempo os queda de uniros para siempre.
Yo por mi parte, le pondré en condiciones de hacer
fortuna.
— ¿Como mercader?
Es uno de los oficios más productivos.
— ¿Y por qué no le asociáis á vuestros negocios?
— Lo haré, puesto que nos veremos todos los días.
La joven hebrea, al escuchar estas últimas pala-
bras clavó sus ojos negros en el anciano.
— No os comprendo — dijo después de un instante.
Claro está que habéis de verle todos los días, su-
puesto que vive en nuestra misma casa.
— Pero eso ha sido hasta hoy.
— ¿Según eso, pensáis manifestarle vuestros deseos
de que salga de aquí?
— Creo que no tendré necesidad de hacerlo; pues
DB DOS HÉROES. 91D
Garcés es bastante delicado para comprender sus
deberes.
— ¡Ah, padre mío! ¿Luego no le admitisteis en vues-
tra casa más que durante la época de su infortunio,
y ahora que ha recuperado la vista le arrojáis de
ella?
— Esther, no seas niña, yo hubiera permitido á
ese joven que viviera á nuestro lado eternamente,
pero no comprendes que hoy es imposible.
— ¿Por qué?
— Tu natural candidez justifica que me hagas esa
pregunta.
La joven hebrea se ruborizó
Su padre aun la creía candida, aun la creía taN
pura como los pétalos de una azucena.
Una lágrima rodó por sus mejillas.
Pocos instantes después el viejo Jacob abandonaba
la estancia.
Entonces fué cuando la joven dio rienda suelta á
su llanto.
— ¡Ah, Dios de Israel! — exclamó. — ¿Cómo recibirá
mi amante esta noticia?
El imaginaba como yo, que jamás tendríamos que
separarnos.
Sin embargo, yo debo decírselo.