viernes, 20 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES - 908

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA 1889
 
— Esther, es necesario que meditemos sobre nues- 
tra situación. 
Tú eres la hija de un mercader que ha adquirido 
bienes de fortuna con su trabajo y su laboriosidad. 
Yo, en cambio, no soy más que un desdichado, á 
quien recogisteis enfermo y solo en medio del campo. 
¿No le parecerá al viejo Jacob que tú puedes aspi- 
rar á una boda más ventajosa? 
— No lo creas. 
Aunque todos los de mi raza son tildados de mer- 
cenarios y ruines, hay excepciones, y entre ellas de- 
bes incluir á mi padre. 
El mayor tesoro que él ambiciona es mi ventura, 
y ésta no puedo disfrutarla más que junto á ti. 
— ¡Ojalá no te engañes! 
Yo por el pronto procuraré, antes de hablarle, de- 
mostrar mi aptitud para el trabajo, y si considera 
que algún día puedo enriquecerme, entonces le pe- 
diré tu mano. 
— ¿Antes no? 
— Mi delicadeza me lo impide. 
Y sin embargo, cuánto he de sufrir. 
— Y yo también. 
— Antes no te veían mis ojos, sólo podía contem- 
plar tu alma con los de la mía; pero ahora que he 
recuperado este precioso don, y que puedo por lo 
tanto admirar tu hermosura, voy á tener muchas y 
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horribles luchas, de las que quizás no salga vencedor. 
Esther no comprendió sus palabras. 
Era tan pura como la nieve de aquellas montañas 
á cuyas cumbres no llega nunca la planta humana. 
Media hora después, los jóvenes emprendieron de 
nuevo el camino para volver á su casa. 
Garcés iba preocupado. 
Como la felicidad no es duradera, la que experi- 
mentó al recuperar la vista iba desvaneciéndose para 
dejar paso á nuevos deseos. 
Estos deseos eran despertados por la inocente 
Esther. 
Cuando llegaron á la casa, el viejo Jacob, Sara y 
Ezequiel ya los esperaban. 
— La cena está dispuesta — dijo la anciana, diri- 
giéndose á los dos jóvenes. 
— ¿Acaso os hemos hecho esperar? 
 — No, hijos míos. 
Sentáronse al rededor de la mesa, y todos la hicie- 
ron bien los honores, á excepción de la joven hebrea 
y el paje. 
Ambos se hallaban preocupados. 
Al terminar la cena, el viejo Jacob rezó unas ora- 
ciones que fueron repetidas por los circunstantes. 
Luego se sentaron junto al hogar. 
Ezequiel, después de depositar un respetuoso beso 
en la mano de su padre, le pidió autorización para 
dar una vuelta por la ciudad. 
— Con efecto que yo debiera hacer lo propio — dijo 
el paje á su joven compañera. 
DB DOS HÉROES. 909 
— ¡Cómo quieres salir! — le preguntó ésta con acen- 
to triste. 
— ¿Te opones á ello? 
—Yo no puedo oponerme á tus deseos, pero... 
—Acaba. 
— Temo que te perjudique la frialdad de la noche, 
y además como estaba tan mal acostumbrada... 
Antes no pensabas en dejarme sola. 
— Ni ahora tampoco. 
¿Quieres que vayamos al jardín? 
DebE estar muy hermoso. 
—Como quieras. 
Un instante después, los dos jóvenes se dirigían al 
patio de la casa. 
Este se hallaba iluminado por los melancólicos re- 
flejos de la luna. 
La belleza de Esther parecía más perfecta. 
El paje la contemplaba con embeleso. 
Ya no veía en ella la tierna amiga que nos hace 
gozar con las idealidades del amor platónico, sino á 
la mujer que nos predispone á la voluptuosidad del 
amor. 
Garcés permanecía silencioso. 
Una idea cruzaba por su mente. 
El anciano Jacob era rico. 
Por mucho que á éi le apreciase, era indudable 
que aspiraría á un partido más ventajoso para su 
amada Esther. 
— ¡Ah! — pensaba el joven — es una lástima que es- 
ta celestial criatura no me pertenezca. 
910 EL JURAMENTO 
Sus padres han depositado en mí toda su con- 
fianza. 
Medios existen para que no duden en desposarla 
conmigo. 
En cuanto á ella, es una niña y me ama demasia- 
do para preservarse de mis asechanzas. 
El paje estaba sombrío. 
— ¿Qué tienes? — le preguntó la hebrea. 
— No lo sé. 
— ¿Quieres que nos retiremos de nuevo á casa? 
— Sí, ya debe ser tarde. 
Ambos regresaron á la estancia, donde el viejo 
Jacob se había quedado dormido. 
Sara terminaba sus quehaceres domésticos. 
— ¿Ha vuelto Ezequiel? — preguntó el paje. 
Sí- 
— ¿Se ha acostado? 
— Me parece que sí. 
— En ese caso voy á hacer lo mismo. 
Adiós, Sara: adiós, Esther. 
— Hasta mañana — dijeron la anciana y la hebrea. 
Garcés se dirigió á su estancia. 
Al entrar en ella observó que Ezequiel dormía 
profundamente. 
En vez de acostarse se asomó á la ventana. 
La noche estaba espléndida. 
Sólo interrumpía su silencio el melancólico canto 
de la corneja, ó el zumbido que producían en el 
aire las mariposas nocturnas. 
DE DOS HÉROES. 911 
El paje permaneció con la cabeza presa entre am- 
bas manos cerca de una hora. 
Cualquiera que hubiese podido observarle hubie- 
ra notado que su espíritu luchaba. 
Aproximóse de nuevo al lecho de Ezequiel. 
— ¡Esto sería espantoso! — exclamó: — parece impo- 
sible que yo piense en la deshonra de la familia que 
tanto bien me ha hecho. 
No, demasiadas infamias he cometido ya. 
Sin embargo, el paje, no pudiendo dominar sus 
malos instintos, prosiguió: 
— Y después de todo, ¿qué importa? 
¿Acaso no pienso en desposarme con ella? 
Esther no vacilará entonces en manifestar á Jacob 
sus deseos. 
Seré el esposo de una mujer tan hermosa como 
angelical, y á la muerte de sus padres el dueño de 
una gran parte de sus riqueza^. 
Y Garcés, después de dirigir una nueva mirada á 
Ezequiel, se aproximó á la puerta de la estancia, 
levantó el pestillo, y la hizo girar cautelosamente so- 
bre sus goznes. 

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