EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIANCASTELLANOS
ESPAÑA
1889
DE DOS HÉROES. 859
— Dime cuanto te haya preocupado.
— Quizás las mismas causas que á ti.
— ¡Cómo! ¿Es posible que mi felicidad ó mi des-
gracia hiciese huir el sueño de tus párpados?
— Lo único que puedo decirte es que mi pensa-
miento no se ha alejado de tu persona.
El paje guardó silencio.
Tal vez comprendió entonces el afecto que había
inspirado á la joven.
¿Pero cómo pensar en ella?
Garcés no conocía más que la nobleza de su alma;
era la única que podía apreciar, y para un corazón
como el suyo no era lo bastante.
— ¿Quieres llevarme al jardín? — le preguntó dando
otro giro al diálogo.
— Vamos, pues que lo deseas.
Garcés se apoyó en el brazo de la linda enfermera.
Al pasar por la habitación donde se hallaba Sara,
le recomendó que los avisase cuando llegara la hora
de almorzar.
— Perfectamente— respondió la cariñosa madre —
procura que el enfermo no tome sol; ya sabes que el
doctor ha recomendado que se huya de todo aquello
que pueda serle perjudicial.
Les jóvenes cruzaron una pequeña galería; luego
bajaron al zaguán que conducía al patio.
Era verdaderamente encantador ver á aquella her-
mosa pareja.
CAPITULO LXXXVII.
Perspectivas risueña».
Garcés oyó con deleite los murmullos que produ-
cían las aguas del surtidor, aspirando á la par los
gratos aromas de las flores.
— Todo esto debe ser muy bonito, ¿no es cierto? —
preguntó á la joven.
— Ciertamente que sí — respondió Esther.
— Y sin embargo no me inspira curiosidad ver las
macetas de ios claveles, ni la diafanidad del cielo.
La hebrea contempló al enfermo con sorpresa.
— ¿Cómo? — le preguntó después de un instante. —
¿No deseas admirar estos sitios, aunque no sea más
que porque esto probará que ha vuelto la luz á tus
ojos?
— Deseo recuperar la vista; pero mi mente lo am-
biciona con el solo objeto de contemplar tu hermo-
sura, como ayer te dije.
— ¿Y si en vez de encontrarme hermosa te parecie-
se fea?
— Eso es imposible.
862 EL JURAMENTO
— ¿Por qué?
— Porque eres un ángel, y los ángeles tienen que
ser hermosos necesariamente.
— Jamás me había ocupado de mi persona hasta
ayer.
— No lo dudo; la tímida violeta siempre se oculta
con modestia entre las verdes hojas que la rodean.
Pero según lo que me dices, ayer te has mirado al
espejo.
— Tus palabras me impresionaron, tuve deseos de
preguntarme si era verdad lo que suponías, y me vi
retratada en los vidrios de la ojiva de mi habita-
ción.
— Dime ingenuamente, ¿cómo te encontraste?
— No lo sé — respondió la joven, acompañando su
respuesta con una encantadora sonrisa que se dibujó
en sus labios.
— Sí, te encontraste hermosa, porque lo eres; yo
no he tenido la fortuna de contemplarte jamás, y sin
embargo he formado en mi imaginación el ideal de la
belleza de las hijas de Israel.
Tu sonrisa será como la de los serafines que con-
templan á Dios.
Tus ojos radiantes como el sol del Mediodía.
— Es cierto — dijo una voz.
El ciego volvióse instintivamente hacia aquel sitio,
como si fuera á poder contemplar al intruso que ha-
bía escuchado sus palabras.
Esther hizo lo propio, hallándose con el vecino es-
cultor que, asomado á su ventana, hacía algunos ins-
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tantes que se recreaba en contemplar la artística pa-
reja.
— ¿Quién nos ha hablado? — preguntó Garcés á su
-compañera.
— Un caballero que se halla en una de las venta-
nas que caen sobre el jardín.
Las facciones del paje adquirieron un aspecto
huraño.
— No os incomodéis; si me he tomado la libertad
de interrumpir vuestra conversación — dijo el escul-
tor — lo he hecho únicamente para acreditaros que la
joven que se halla en vuestra compañía es tan hermo-
sa como suponéis.
Las dulces inflexiones de voz de Pedro Torrigia-
no hicieron desaparecer la mala impresión que en
el ánimo de Garcés había producido.
Torrigiano continuó:
— Y ahora que he tenido ocasión de hablar con
vosotros, deseo haceros algunas preguntas.
— Guantas queráis — contestó Esther con afabilidad.
— ¿Tienes padres?
— Sí, señor. Afortunadamente los conservo á mi
lado.
— Y este pobre enfermo, ¿es quizás hermano tuyo?
La hija de Jacob hizo un movimiento negativo.
— Lo había supuesto.
De todas maneras, si no lo sois, vuestras almas han
fraternizado por el hermoso lazo del amor.
Las mejillas de Esther se cubrieron de un vivísi-
mo carmín.
864 EL JURAMENTO
Garcés hizo un movimiento.
Ambos se estremecieron dulcemente al oir la pa-
labra que acababa de pronunciar el artista.
— Pues en ese caso — continuó Torrigiano — no qui-
siera infundir celos á tu compañero, y voy á expli-
carle el objeto que me ha guiado á mezclarme ea
vuestra conversación.
Garcés escuchó.
— Yo soy escultor.
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