JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889
— Ahora voy á llamar á mis padres y á Ezequiel.
¡Ah! Ya verás cuan inmensa va á ser su alegría!
¡Han llegado á quererte como si fueses hijo suyo!
— Dios los bendiga.
Disponíase la hebrea á salir de la estancia con ob-
jeto de ser la primera que comunicase la noticia,
cuando el paje la detuvo.
— Ven, no te marches.
— ¿No quieres que haga lo que te he dicho?
Mis padres van á volverse locos de alegría.
— Antes déjame que te contemple á solas.
Esther se aproximó.
¡Cuan felices se sentían!
¡Ambos eran jóvenes y hermosos!
Parecían haber nacido el uno para el otro.
Un instante después escucháronse en la estancia
contigua rumores de voces y de pasos.
— ¡Es el médico! — dijo la hebrea.
Con efecto, el anciano Jacob, seguido de Sara y el
doctor, aparecieron en el dintel de la puerta.
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El paje dejó que éstos se aproximasen, y luego se
precipitó en sus brazos alternativamente.
— ¡Loado se Dios! — exclamaron entre sorprendidos
y gozosos.
— Gracias, Jacob — murmuró el joven; — gracias, Sa-
ra: el cielo os premie, doctor.
Y todos lloraban, mezclando las lágrimas con las
sonrisas.
— Habéis cometido una imprudencia que pudiese
haber destruido nuestros planes, dijo el médico con
acento de cariñosa reconvención.
— Pero disculparéis mi impaciencia, ¿no es verdad?
— Como afortunadamente el resultado ha sido satis-
factorio, os perdono.
Todas las locuras, cuando salen bien, merecen la
admiración de los hombres y hasta pierden este ca-
rácter.
— ¿No le ocasionará ningún daño haberse quitado
la venda? preguntó Esther.
— No, afortunadamente su curación es completa.
— ¿Ni le perjudicará salir?
— Tampoco.
Pasadas las primeras impresiones que la luz haya
producido en sus ojos, ya no hay cuidado.
— ¿De modo que se realiza vuestra profecía, dijo
Garcés estrechando la mano del viejo Jacob, y podré
presenciar la entrada de los monarcas?
— Desde luego.
— ¿Y visitar á Torrigiano y á su noble esposa sin
necesidad de que me guies?
904 EL JURAMENTO DE DOS HÉROES.
— Es cierto, respondió Esther, cuyo corazón pal-
pitaba como si quisiese salirse de su pecho.
— ¡Ah, Dios mío! — nunca tanto como ahora com-
prendo lo mucho que os debo.
Esther, es preciso que hoy salgamos á visitar la
ciudad.
Quiero verlo todo.
— Especialmente el campo, dijo el médico, es lo
que más conviene á vuestra salad debilitada por las
constantes preocupaciones que habéis tenido.
— Perfectamente, iré al campo.
¿Como no obedecer vuestro régimen si acabáis de
darme una prueba de vuestra inmensa sabiduría?
Aquella tarde brilló la felicidad en aquella casa.
Todo se volvieron proyectos.
Jacob pensó desde luego que el paje permanecería
á su lado, considerándole como á uno de sus hijos.
Éste manifestó sus deseos de ayudarle en lo que
pudiese.
Por mala que fuera su alma, no era posible que
tan pronto se sintiese inclinado hacia la negra in-
gratitud.
CAPITULO XCII.
Un mal pensamiento.
Aquella tarde el paje y Esther, fieles á sus pro-
pósitos, se encaminaron hacia la ribera del Guadal-
quivir.
La temperatura era hermosa; sin embargo, como
todavía la acción de los rayos del sol ocasionaba al-
guna molestia, sentáronse ambos jóvenes á la som-
bra de un árbol.
Garcés no apartaba sus ojos de la hebrea.
Jamás en su imaginación había podido figurársele
tan hermosa.
Tal vez aquella era la primera en que la fantasía
no había superado á la verdad.
Esther contestaba á sus miradas, aunque el rubor
hacía que las suyas fuesen menos insistentes.
Los pájaros trinaban á su alrededor.
Las flores perfumaban el ambiente.
Hasta las hojas de los árboles mecidas por la brisa
producían un leve y cadencioso rumor, que comple-
taba aquel concierto de la naturaleza.
— ¡Qué hermosa tarde! — exclamó la hebrea, diri-
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906 EL JURAMENTO
giendo sus negros ojos á las vastas extensiones del
firmamento.
— Casi tanto como tú, mi querida Esther — respon-
dió el paje, tomando entre las suyas una de las ma-
nos de la joven.
Esta se sonrió.
Garcés, pasado un instante, dijo:
— Oye, amada mía, ¿cuáles son tus proyectos para
el porvenir?
— No te comprendo.
— Quiero que me digas cuáles son tus propósitos
respecto á lo que debemos hacer.
Yo te amo, me encuentro en condiciones de tra-
bajar, pero no me atrevo á manifestar á tus padres
mis deseos.
— ¿Qué desearías, Garcés?
—Brava pregunta.
¿Qué es lo que puede solicitar un joven cuando ama
á una mujer tan virtuosa y tan bella como eres tú?
Sin duda alguna que debe aspirar á casarse.
— ¡Ah! ¿Luego has pensado en hacerme tu esposa?
— ¿Cómo no? ¿Acaso te opones á mis deseos?
Esther, por toda respuesta estrechó entre las suyas
la mano del paje.
Sin embargo — prosiguió éste — ya te he dicho que
me preocupa decirle mis pretensiones á Jacob y á
Sara.
— ¿Por qué?
¿No sabes que ellos te consideran como á nosotros?
— Ciertamente que lo sé, pero quizás por lo mis-
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mo que tantas pruebas de estimación me han dado,
es por lo que no me determino á abusar de ellos.
— ¿Llamas abuso á lo que constituiría mi felicidad?
— Esther, es necesario que meditemos sobre nues-
tra situación.
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