NOCHES
CON LOS ROMANISTAS
POR EL REV. M.H. SEYMOUR.
OBKA TRADUCIDA DEL INGLES Y COMPENDIADA,
POR EL REV. H. B. PRATT.
CAPITULO PRIMERO.
pAG 37- 43
LA LECTURA DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS.
En una retirada parroquia de Irlanda, á distancia
de cinco ó seis millas de donde yo vivia, se hallaba la
residencia de un caballero hacendado. Su esposa y fa-
milia eran muy adictas á las cosas religiosas, y él mismo
reconocía que los efectos del Romanismo, en las formas
peculiares que tomó en aquella parte del pais, impedían
en mucho el progreso y la mejora de la población. Esta
familia era muy bondadosa y atenta conmigo, y á solici-
tación suya la visitaba una vez todas las semanas.
Hacian arreglos para que hubiese una congregación
compuesta de la familia, los criados, los trabajadores y
los labradores vecinos, los cuales se reunían la noche
señalada, con el objeto de que yo hiciera oración con
ellos y les dirigiera una plática improvisada.
Un dia en que yo iba á la casa mencionada, observé
que se habla parado un convoy fúnebre donde se cruza-
ban dos caminos. Deseoso siempre de no ofender las
preocupaciones inocentes, aunque supersticiosas, de la
gente sencilla del campo, me apeé y conduje mi caballo
por un lado de la procesión, deteniéndome un rato para
saludar á los que se hallaban reunidos. Mi caballo era
casi blanco, y puesto que la gente tenia un sentimiento
supersticioso — relacionado, segun creo, con la visión do
la Muerte montada en un caballo pálido — de que alguna
desdicha acompaña á cualquiera que vaya en un caballo
blanco en dirección opuesta á la que sigue un entierro,
adopté el plan de apearme y dirigirles unas palabras de
cortesía. Observaron el partido que tomé, y apreciaron
el motivo.
Era esta una de las escenas llamadas subasta del
CADÁVER. La costumbre era muy antigua, y hace mucho
tiempo que ha sido estirpada del pais ; pero aun existia
en este distrito retirado. Estoy hablando de veinticinco
años atrás.
Esta era la costumbre : el entierro se detenia en
cada encrucijada del camino que conduela al cementerio,
posando el ataúd en medio del camino. El objeto osten-
sible de tal ceremonia era el de reverenciar la forma de
cruz, representada por la encrucijada ; mas el objeto
real parece mas bien que era, el que en tales parajes esta-
ban seguros de encontrar mayor número de pasajeros.
Puesto el ataúd en el suelo, el sacerdote, ó alguno que
funcionaba por él, se colocaba al lado del féretro, y teni-
endo en la mano un sombrero, pedia á los amigos del
finado sus "ofrendas" para el alma del difunto. Estas
" ofrendas " eran dinero colectado á favor del sacerdote,
para que ofreciese misas por el alma del difunto en el
purgatorio. El sacerdote mismo solia colectar el dine-
ro, algunas veces en un plato, otras en el sombrero. El
ataúd estaba colocado en la encrucijada y al paso que
cada persona presentaba su " ofrenda," el sacerdote pre-
gonaba- el valor de esta. El efecto de esto era muy gra-
cioso, porque al dar alguno sus seis peniques, el sacer-
dote mencionaba su nombre y la suma que daba :
" Paddy Bryan, seis peniques ; Paddy Bryan, seis peni-
ques siguiendo así, como el pregonero en una venta
pública, hasta que se hacia otra " ofrenda ;" y luego co-
menzaba, " Jaime Riley, un chelin ; Jaime Piley, un che-
lín ;" repitiéndolo así, hasta que se daba otra ofrenda, y
entonces clamaba, " Billy O'Connor, un penique ; Billy
O'Connor, ¡ solamente un penique!" De este modo con-
tinuaba modulando el tono de su voz para lisongear el
orgullo de los que le daban mucho, y para avergonzar á
aquellos que le daban poco. Toda la escena parecía una
subasta, y esto dió origen al título de subasta del cadá-
ver. Los ademanes y la voz del sacerdote, cuyo objeto
era el de recoger lo mas pingüe posible de las ofrendas —
los semblantes de los amigos, que se veían precisados á
mostrar su aprecio por el difunto según el valor de sus
"ofrendas" — el aspecto airado de algunos, cuyas modes-
tas donaciones habían sido desdeñadas por el tono des-
preciativo del sacerdote — los rostros burlones de la gente
jovial, riéndose del modo con que muchos daban su plata
avergonzados y mal de su grado — todo formaba ima esce-
na de la comedia mas risible. Era imposible no hallarse
divertido, aunque todo se verificaba delante de un ataúd
que contcuia los últimos restos de un ser humano. Una
benévola compasión hácia esta pobre gente hubiera sido
un sentimiento mucho mas apropósito.
Seguí mi camino, y cuanto mas reflexionaba sobre
esta escena, tanto mas me convencía de que era una de
aquellas de la mas grosera estorsion, ejecutada sobre la
sencillez supersticiosa áe una gente sencilla y supersti-
ciosa á la vez — gente que mas que ninguna otra de las que
yo he conocido, es susceptible y zelosamente sensible á las
opiniones de sus vecinos. El sacerdote, modulando los
tonos de su voz, habia puesto en juego este sentimiento,
y así sonsacaba al pueblo. La escena me impresionó
tanto, que haciendo la plática por la noche, á una gran
reunión de católicos romanos y protestantes, referí el
suceso, y condené la costumbre. Siempre me he regoci-
jado de que los pobres campesinos se alentaran con mis
palabras ; las circularon con ardor, y fueron recibidas
con no ménos ardor por toda la comarca. Desde aquel
momento la costumbre cayó en desuso ; y lo que hacían
entonces era poner una mesa á la puerta de la casa en
donde habia un difunto, y los que entraban ó pasaban
hacían una "ofrenda," ó no, según querían. Esto era
mucho mas decente. En aquel vecindario, pues, nunca se
presenció otra vez la escena de la subasta del cadáver.
Miéntras hacia la plática en la ocasión espresada,
dije á la congregación que tales escenas no ocurren jamas
en un país donde se lee la Biblia, porque un pueblo in-
struido en las Escrituras, no se dejaría engañar de este
modo. Dije que no existe ese lugar que llaman purga-
torio ; que nunca se menciona en las Sagradas Escritu-
ras. Dije que no hay modo de rescatar por dinero las
almas de los muertos ; que las Sagradas Escrituras no
refieren nada que se parezca á esto. Y añadí terminan-
tómente, que los sacerdotes católicos romanos se oponen
á la circulación de las Sagradas Escrituras, porque las
Sagradas Escrituras no sancionan tales cosas, y porque
si el pueblo las leyera, no se sometería á tales engaños :
y que aunque dan varias y diferentes razones, la verda-
dera es esta — se arponen á la Biblia, porque la Biblia se
opone á ellos.
Era mi costumbre pasar la noche en la casa en que
había predicado ; y en esta ocasión me dijeron por la
mañana, que varios católicos romanos me aguardaban
para hablar conmigo. Hallé unos diez y ocho ó veinte
hombres reunidos en una pieza, á donde algunos de la
familia se dirigieron conmigo. Habían traído con ellos
á un interlocutor, joven y esperto, que tenía gran renom-
bre en la comarca, como una especie de campeón contro-
versista de la Iglesia Romana. Hubo una conversación
inconexa entre ellos, sobre la subasta del cadáver y la
plática de la noche anterior, y pronto eché de ver que
nuestra convérsacion podia girar con provecho sobre el
derecho que tiene el pueblo de leer por sí las Sagradas
Escrituras — asunto controvertido en el país mas que
ningún otro en aquella época. Los ministros protes-
tantes exhortaban al pueblo á que las leyese y juzgase
por sí mismos respecto de ellos : los sacerdotes católicos
romanos negaban que los legos tuviesen el derecho de
leerlas, y amenazaban con la escomunion á todos los que
las leyeran.
Dejando al interlocutor, me dirigí á uno de la reunión,
cuyos amigos habían emigrado á la América, y de quienes
estaba esperando, de un dia á otro, cartas y remesas de
dinero, con la esperanza de seguirlos. " V. está esperan-
do cartas," le dije, " que le darán noticias de la tierra
lejana á donde sus amigos han emigrado ya. Estas car-
tas le darán informes sobre todas las dificultades que
tendrá que arrostrar, los peligros que debe evitar y los
deberes que ha de cumplir. Estas cartas le dirán tam-
bién lo adverso ó próspero que puede esperar en ese país
remoto ; y quizas le comunicarán los medios por los cua-
les V. podrá llegar con seguridad allí, y unirse otra vez
con sus amigos. Ahora bien, supongamos que han lle-
gado estas cartas ; que las ha pedido V. en la oficina de
corréos ; que el administrador rehusa entregárselas ; que
á consecuencia de esto, V. insiste en el derecho que tiene
á las cartas que le han sido escritas, y vienen destinadas
para que V. las lea ; que el administrador rehusa todavía,
diciendo que es mucho mejor que no se las dé, porque
V. es un hombre indocto é ignorante, capaz de equivo-
carse respecto del sentido de las cartas, y que podría
usar para su propio perjuicio del dinero que contienen —
y que por lo tanto juzga mas prudente guardarse las
cartas y la encomienda, añadiendo que V. debe estar
contento con lo que él tenga á bien comunicarle." Pre-
gunté al hombre, como estarla dispuesto á obrar en tal
caso.
La espresion de sus ojos pareció indicar que com
prendia perfectamente el objeto verdadero de mi pregun-
ta ; j contestó, que obligarla al administrador á que le
entregase las cartas ; diciéndole, que venian dirigidas á
él ; que tenia derecho á ellas ; que estaban destinadas
á darle informes, y que las tendria, por mas que él se
opusiera á ello.
Pero si él le dijese que V. era un hombre ignorante,
y que podia equvocarse. ¿como le contestaria ud.?
Respondió, que en todo caso haria la prueba ; que
habiendo logrado obtener las cartas, las leerla, y haria lo
posible para entenderlas, recurriendo, si fuese necesario,
á otros paraque le ayudasen ; pero que de todos modos
obtendria las cartas y á nadie permitirla quitárselas.
"Este," dije yo al punto, "es precisamente el caso
respecto de las Sagradas Escrituras ; son la Palabra
de Dios, como todos sabemos, y fueron dictadas por el
Espíritu Santo para nuestra enseñanza y conocimiento
respecto de la Tierra de Promisión — la tierra celestial
hácia donde estamos viajando. Aquí no somos sino
" peregrinos y estrangeros," emigrados, que miramos
hácia adelante á otro mundo, no en verdad mas allá del
océano, sino mas allá del sepulcro ; y las Sagradas
Escrituras, semejantes á las cartas que V. espera, fueron
escritas para precavernos de los peligros y pecados que-
dificultan el camino ; para alentarnos con las promesas
y esperanzas que penden de la fé y la santidad, y para
hablarnos de toda la bienaventuranza, pureza y felicidad
del cielo. Ahora pregunto yo ¿qué es lo que usted debe
hacer cuando cualquier hombre, bajo cualquiera pretesto,
procura impedirle la lectura de las Sagradas Escrituras
escritas como lo fueron para usted., y á cuya lectura tieno
usted tanto derecho como lo tiene á la luz del sol ó al aire
del cielo?"
El interlocutor le cortó aquí la palabra, y contestó
por él; diciendo que las Sagradas Escrituras son un libro
muy oscuro y muy difícil de ser entendido ; que confunden
á los teólogos mas grandes y sabios de todas las iglesias;
que por esto son mal entendidas y peor usadas ; que los
nombres sencillos é indoctos como ellos, labradores, cam-
pesinos y obreros, no pudiendo entenderlas, las interpre-
tarían mal ; que estaban destinadas para la Iglesia y no
para el pueblo, y que por tanto pertencian al clero, que
se compone de hombres instruidos y santos, y no á los
legos, que son hombres ignorantes é indoctos.
" Y ¿ cómo," le dije yo, " contestarla V. á los niños de
escuela que dicen que el alfabeto es muy difícil de enten-
der, que las reglas de la aritmética lo son también, que
la doctrina del catecismo es muy difícil de retener en la
memoria, y que todo es tan difícil que seria mucho mejor
echar á un lado tanto el alfabeto como la aritmética y
el catecismo? Yo por mi parte," continué diciendo, ''les
contestaría que deben leerlos y estudiarlos mas y mas,
y luego volver á leerlos y estudiarlos, y que verían á
eu tiempo que ya no son difíciles, sino perfectamente
fáciles de entenderse. Ahora pues, ¿ cómo les contes-
taría usted.?"
No dió respuesta. Varíos de los presentes dijeron
que yo mismo había dado la verdadera contestación, á
'saber : repetir la lectura. " Pues bien," continué yo, si
ustedes ms. hallan que las Escrituras son difíciles y oscuras,
deben leerlas otra vez, y volver á leerlas, y así, con la
benedicion de Dios, hallarán á su tiempo que son bastante
fáciles."
" Y ¿ puedo preguntarle á V.," dije al interlocutor
suavemente, como si fuese á mudar de asunto, "¿en que
lenguage el sacerdote celebra la misa en esta parro-
quia ? "