EDISSA O LOS ISRAELITAS DE SEGOVIA 14 -2-20
Ldo. CALIXTO DE ANDRÉS
CUENCA, ESPAÑA
Publicado en 1875
PRIMERA PARTE.
LA LUCHA
CAPITULO PRIMERO.
Un cristiano verdadero
POR la campiña oriental de la ciudad de Scgovia, venían una
tarde del tloño de 1235 dos gintles. Era el uno una linda jo-
ven, que apenas contaba veinte años, de color moreno, formas
delicadas, carácter orgulloso y cuyo vestido consistía en túnica
de finisima seda ceñida con precioso cordón, tupido manto de
lana, sandalias primorosamente bordadas, bonetillo de blanquí-
simo lienzo y una cadena de oro al cuello que, careciendo de
remate, echbaba de menos un objeto que, ó no poseía, ó no que-
ría llevar la dicha dama. El otro era varón, de unos cincuenta
años, estatura regular, músculos bien desenvueltos, semblante
risueño, pero contrastado por una mirada pérfida y maliciosa,
vestido con elegancia y al parecer de inferior condición que la
señora. Montaban bermosos caballos árabes, que de vez en
cuando levantaban su baya cabeza, como engreídos con la car-
ga que llevaban, y en sus manos empuñaban preciosos látigos,
para contenr, ó bater apresurar el paso á sus corceles.
Largo rato llevaban contemplando, ya el curso del rio Eres
ma, que, unas veces silencioso y monótono, otras mugiente y
encrespado, se deslizaba por entre las piedras y las yerbas, ya
las torrecillas de las Iglesias y santuarios de los pueblos inme-
diatos, que parecían á lo lejos graciosos adornos de un manto
de color ceniciento y verde morado á quien semejaba la pradera,
cuando, rompiendo el silencio la dama, entabló con su mayor-
domo el siguiente diálogo:
—Hermoso dia, Eliasib. Tiempo hacia que no so veía otro
igual. !Oh, si el Señor abreviara nuestro cautiverio y nos envia-
ra al deseado Libertador, nuestra dicba seria completa, goza-
ríamos de los encantos de la naturaleza y viviríamos lelice¡l
— Mucho me temo que esto se retarde, noble Edissa, con-
testó el mayordomo. Me parece que ocultan nuestro porvenir
oscuros y sombríos nubarrones, precursores de graiules pade-
cimientos.
— Si no os esplicais, repuso Edissa. no os entiendo. Dejaos
de metáforas y decidme cuál es la causa de que nuestra espe-
ranza tarde aun á realizarse.
— Ya sabéis, dijo el mayordomo, que somos muy criminales,
que desconocemos y no cumplimos los preceptos de Jehová;
pues bien, ese es el motivo porque no somos dignos de que ven-
ga á visitarnos su Enviado.
No, reflexionó la joven hebrea, que liabiendo de venir el Me-
sías para lavarnos del pecado. No podían los crimenes ser cau-
sa de que s edetuviera su venida, porquue hacia tiempo que es-
taba alimentada con las falsas ideas de sus correligionarios, que
abrigaban una esperanza irrealizable y no querían ver alque el
mundo entero había reconocido, así que contestó a su mayordomo
preguntándole.
— ¿Pues qué hemos de hacer para ser mejor y preparar el
camino al qué ha de venir. No adoramos á Dios? No estudiamos
Las santas Escrituras? No le tributamos nuestros cultos No le
pedimos que nos oiga y saque de nustro destierro?
— Y ¿será bastante esto, replicó Eliasib, que como buen Fariseo
sostenía la falsa doctrina de aborrecer á los enemigos, mien-
tras estamos consistiendo que mil gentes nos sean contrarias y
nos pisen y estrujen como quieran? ¿No tenemos mandado en
la ley el exterminio de odos los pueblos idolatras? ¿Y que
hacemos para llevarlo á cabo?
— Muy duro se me hace obrar de esa manera, repuso Edissa,
que, aunque de genio altivo, no se avcnia bien con la efusión
de sangre. ¿No sería mejor propagar nuestra doctrina por me-
dios suaves?
—Y nuestros enemigos, conTestó Eliasib, ¿se valen de la dul-
zura, cuando se ocupan de nosotros?
— Al menos los cristianos.... se atrevió á murmurar Edissa.
— Los crislianos.. . ¡Ah, Señora! ¡Qué poco los conoceis¡ Si
oyerais los insultos que nos dirigen, si vierais su contento en
nuestras aflicciones, si conocierais su avaricia, si hubierais ex-
perimentado su crueldad, muy de otra manera pensaríais.
— No los tenia en esc concepto, Eliasib, replicó Edissa; pues
habla oido decir que eran compasivos, benignos y llegaban
hasta á perdonar al enemigo.
-Pues no lo dudéis, hay dentro de su pecho un odio mortal
hacia nosotros que...
Al decir esto Eliasab, llegaban al Acueducto que lleva á la
ciudad lo más necesario para los usos de la vida. Atravesaron
una de sus ciento setenta arcadas de piedra, sin argamasa de
ningún género, contemplando, como todos los que pasan por
él, aquella obra atrevida, de origen desconocido y que no ha
podido imitarse cuando por la acción de los tiempos ha ha-
bido que repararlo. Al entrar en la plaza, llamada del Azo-
guejo, el caballo de Eliasib se encabritó, empezó á caracolear
y en una de sus vueltas derribó á un hermoso niño que jugaba
con otros de su edad.
Como empezara á llorar, se apercibió la gente que estaba com-
prando y vendiendo, y reparando en los autores de aquel fraca-
so, surgió un grito de indignación que sobresaltó á Edissa.
— ¡Los judíos han atropellado á un niño, exclama toda aque-
lla multitud! Marcial ha sido herido por los hebreos, repiten
otras muchas voces! Venganza, exclama un tercero y más pro-
longado grito! ¡Mueran, mueran los asesinos y traidores!
En el momento se forma un círculo alrededor de Edissa
y Eliasib, componénie hombres mal vestidos y cuyos rostros
no respiran sino sangre y matanza. En vano quiere Edissa rom-
per la muralla que vé delante de si, golpeando su caballo para
que partiera al galope. Dos robustos brazos le detienen, se vé
obligada á desmontar y con la mayor serenidad que pudo se
dispuso á recibir el goípe ftlal. Un momento más y ha dejado
de existir, victima de un populacho alborotado... pero ¿qué es
lo que sucede? ¿Qué estraño impulso detiene á aquellos hom-
bres feroces? ¿Quién es el que conjura aquella tempestad?
ün caballero con manto blanco y cruz roja en el pchoo es el
que ba llegado en auxilio de los bebreos. A su noble presencia
se contiene aquella multitud desenfrenada. Demanda atención
con el brazo extendido y pronuncia las siguientes palabras:
«Segovianos. ¿Olvidáis acaso que babeis sido reengendrados
con las aguas del bautismo, para que así os arrojéis á come-
ter un crimen deshonroso? Nuestro Dios muere bendiciendo á
sus enemigos. ¿Vosotros queréis ensañaros contra una mujer
indefensa y un anciano tambien desarmado? El Redentor es
carnecido sin razón, perdona á los que le injurian, ¿vosotros
queréis lomar venganza de un atropello casual? No bagáis tal:
«Amad á vuestros enemigos», nos dice el Evangelio, haced
Bien á los que os aborrecen y rogad por los que os persiguen y
calumnian.» Practicad tan santa máxima, si no queréis hacer
traición al nombre de cristianos que tenéis. No os hagáis in-
dignos de la sangre que corre por vuestras venas y cuya efu-
sión por el enemigo era el mayor blasón de nueslros mayores.
Acordaos de un San Esteban, de un San Pablo y de tantos otros,
que tan bellos ejemplos dieron á la posteridad, y dejad marchar
tranquilos á los que, si bien viviendo en las tinieblas del
error, pisan el suelo hospitalario de la leal Segovia.»
Mágico fué el efecto producido tan tan sentidas frases. Los
que poco antes semejaban tigres furiosos se hablan convertido
en mansos corderillos; los que se hubieran dejado descuar-
tizar sin derramar una lágrima sintieron sus ojos humedecidos
á la voz de la caridad; los que por ensalmo se reunieran al
grito de angustia lanzado por sus conciudadanos, despejaron
en breve la plaza dóciles á la persuasión de un verdadero disci-
pulo de Jesucristo. Quedóse éste solo con Edissa y Eliasib.
quienes saludándole como á su libertador, se entraron por la
call que sube á la ciudad, mientras que una mujer presen-
taba el niño herido al caballero, saliendo, al parecer, de una de
las casas inmediatas.
¡Hola Lucía!, exclamó aquel reconociendo á una antigua no-
driza de su casa. ¿(ué? ¿es Marcial el herido?
—Si, noble Walonso; pero espero en el Señor que no será
nada.
— Asi lo creo también, repuso el caballero, y sacando unas
monedas se las dio, añadiendo: Cuidadle y llevadme recado to-
dos los Dias de como sigue.
— Bien está, señor, dijo Lucia, despidiéndose de su antiguo
Amo.
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