LA CASA DE DOÑA CONSTANZA.
EMMA LESLIE
Traducción libre del frances
Publicado en Madrid 1894
Las víctimas de este «santo oficio,» como se le llamaba, re-
clutadas entre los judios, los moros y los herejes de Aragón y
Cataluña, se elevaban ya á la cifra de trece mil, y se espera
ba ver aumentar el número mucho más.
La España, en efecto, gracias á las incesantes emigraciones
de valdenses y albigenses, no se habla visto purgada de estas
pretendidas herejías. Se trataba, pues, de -arrojarlas |de una
vez para siempre, al mismo tiempo que á los moros y á los
judíos, que pudieran todavía haber quedado. Los calabozos,
el suplicio de la rueda, los instrumentos de tortura, eran para
ello unos medios eficaces. Estos procedimientos tenían ade-
más la ventaja de que, haciendo desaparecer á las víctimas,
permitían al rey llenar con los bienes de ellas sus arcas vacías.
Fue con este doble objeto que el último rey de Espa-
ña, Fernando el Católico, habia solicitado del Papa una bula,
proclamando el establecimiento de la Inquisición.
El soberano pontífice, que veia en esto un medio de enca-
denar con un lazo en cierto modo indestructible la España al
papado, se habia apresurado naturalmente á concederla.
Esta institución no era, sépase bien, del gusto de todos.
Un gran número de notables de Sevilla habían ya discutido,
alrededor de las hermosas fuentes de sus suntuosos patios.
los medios de combatir este tribunal odioso, cuyos juicios
inicuos amenazaban hacer desaparecer el saber, asi como las
libertades civiles y religiosas. Sumas considerables hablan
sido enviadas, á título de regalos al Sumo Pontífice, para ob-
tener de él la reforma de los abusos inquisitoriales.
La ciudad habia enviado al encuentro del nuevo rey de-
legados, encargados de hacerle prometer, antes de su llegada
y de su confirmación en el trono, algunas mejoras en este
sentido.
Era aquella una misión difícil. Para ella habia sido elegi-
do D. Pedro de Castro, señor rico y poderoso, que se estaba
preparando para marchar á Asturias, donde debia hacer su
primera parada el joven monarca. Esta elección, que parecia
asegurar el éxito de la empresa, habia alegrado mucho á los
amigos del delegado. Mas no podia decirse lo mismo de su
joven esposa.
Doña Constanza esperaba ser pronto madre, y no le pare-
cía bien que en momento tan solemne su marido emprendiese
un viaje tan largo y tan peligroso. Mas por nada en el mun-
do hubiera impedido que su marido cumpliese lo que consi-
deraba un deber, y cuando algunos dias después de su par-
tida dio á luz un precioso niño, casi olvidó la pena que le
produjera la ausencia de su marido. Tan grande fue en ella
la alegría de ser madre.
Cuando hubo pasado el tiempo necesario para su resta-
blecimiento, comenzó á recibir á sus amigas en el patio, muy
orguUosa de hacerles admirar su precioso tesoro.
La primera pregunta que se le hizo naturalmente fue el
nombre del niño.
—¡Oh! Pedro, seguramente— respondió— meciendo con
amor en sus rodillas á su niñito, muy envuelto en sus paña-
les, y cuyo rostro fresco y rosado parecía respirar salud.
— ¿Y cuándo piensa usted bautizarlo?— preguntó una de
las visitas.
—Cuando don Pedro haya vuelto de la misión que tiene
que cumplir cerca del joven rey— respondió la encantadora
madre, muy alegre, mirando siempre á su querido niño.
— ¡Nuestro joven rey — replicó su compañera. — ¿Porque
es usted madre ya se cree usted vieja, Constanza? Me pare-
ce, sin embargo, haber oído que es usted, poco más ó me-
nos, de la edad del príncipe Carlos. ¡Tienen ustedes, pues,
en este año de gracia de 1517 ambos la venerable edad
de diecisiete años! ¡ He ahí que es usted muy vieja en
verdad!
— Soy tan dichosa como se puede ser — respondió con los
ojos bajos y ñjos en su niño, y velando con el más exquisito
cuidado que ninguna gota de agua viniese á caer sobre su
rostro. (Los españoles son amantes del aire, pero no tienen
en general la misma predilección por el agua.)
— Creo, en efecto, que si los santos, y la misma Santísima
Virgen Maria pudiesen estar celosos, podrían estarlo de una
madre que tiene á su primogénito en sus brazos.
Constanza levantó sus grandes y rasgados ojos, con refle-
jos de ébano.
— ¿Piensa usted que esto sea posible, Inés?
— Confieso que nunca me he preocupado de esas cosas. Dejo
ese cuidado á una amiga que tengo en Valladolid, doña Leonor
de Vivero. Ella me ha hecho partícipe de algunas de sus re-
flexiones, y la he rogado guardarlas prudentemente para sí
sola, si no quería atraerse algún disgusto.
— Es, creo, por lo que usted me ha dicho, una judía, per-
teneciente á la clase de los nuevos convertidos. Tendrá la
intención, quizá, de volver á su antigua fe?
— No lo creo. Pero tiene ideas bastante extrañas tocante á
las doctrinas católicas. Tienen, en apariencia, mucho pareci-
do con las de esos albigenses que han dado tanto que hacer
al Santo Oficio.
— ¡Qué lástima que esas gentes, así como los judíos y los
moros, hayan venido á establecerse en España! Sin ellos ten-
dría ahora á mi marido conmigo.
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