MARIA
JORGE ISAACS
Después de una pequeña cuesta pendiente y oscura,
y de atravesar á saltos por sobre el arbolado seco de los
últimos derribos del montañés, me hallé en la placeta
sembrada de legumbres, desde donde divisé humeando
la casita situada en medio de las colinas verdes; que yo
habia dejado entre bosques al parecer indestructibles.
Las vacas, hermosas por su tamaño y color, bramaban
28 MARIA.
á la puerta del* corral buscando sus becerros. Las aves
domésticas alborotaban recibiendo la ración matutina;
en las palmeras carcanas, que habia respetado el hacha
de los labradores, se mecian las oropéndolas bulliciosas
en sus nidos colgantes, y en medio de tan grata algara-
bía, se oia á las veces el grito agudo del pajarero que
desde su barcacoa y armado de honda, espantaba las gua-
camayas hambrientas que revoloteaban sobre el maizal.
Los perros del antioqueño le dieron con sus ladridos
parte de mi llegada. Mayo temeroso de ellos se me
acercó mohino. José salió á recibirme, el hacha en una
mano y el sombrero en la otra.
La pequeña vivienda denunciaba laboriosidad, eco-
nomía y limpieza: todo era rústico, pero cómodamente
dispuesto, y cada cosa en su lugar. La sala de la' casita,
perfectamente barrida, poyos de guadua al rededor cu-
biertos de esteras de junco y pieles de oso, algunas lá-
minas de papel iluminado representando santos y pren-
didas con espinas de naranjo á las paredes sin blan-
quear, tenia á derecha é izquierda la alcoba de la mu-
jer de José y de las muchachas. La cocina formada de
caña menuda y con el techo de hojas de la misma plan-
ta, estaba separada de la casa por un huertecillo donde
el perejil, la manzanilla, el poleo y las albahacas mez-
claban sus aromas.
Las mujeres parecían vestidas con más esmero que
de ordinario. Las muchachas, Lucia y Tránsito, lleva -
ban enaguas de zaraza morada y camisas muy blancas
con golas de encaje, ribeteadas de trencilla negra, bajo
las cuales escondían parte de sus rosarios y gargantillas
de bombillas de vidrio color de ópalo. Las trenzas de
sus cabellos, gruesas y de color de azabache, les juga-
ban sobre las espaldas, al más leve movimiento de los
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piés desnudos, cuidados y ligeros. Me^ hablaban con
suma timidez; y fué su padre quien notando eso, las
animó diciéndolas: «¿Acaso no es el mismo niño Efrain,
porque venga del colegio sabido y ya mozo?» Entonces
se hicieron'más joviales y risueñas: nos enlazaban amis-
tosamente los recuerdos de los juego's infantiles, pode-
rosos en la imaginación de los poetas y de las mujeres.
Con la vejéz, la fisonomía de José habia ganado mu-
cho: aunque no se dejaba la barba, su faz tenia algo de
bíblico, como casi todas las de los ancianos de buenas
costumbres del país donde nació: una cabellera cana y
abundante le sombreaba la tostada y ancha frente, y
sus sonrisas revelaban tranquilidad de alma. Luisa, su
mujer, más feliz que él en la lucha con los años, con-
servaba en el vestir algo de la manera antioqueña, y su
jovialidad y alegría dejaban comprender siempre que
estaba contenta con su suerte.
José me condujo al rio, y me habló de sus siembras
y cacerías mientras yo me sumergía en el remanso diá-
fano desde el cual se lanzaban las aguas formando una
pequeña cascada. A nuestro regreso encontramos servi-
do en la única mesa de la casa el provocativo almuerzo.
Campeaba el maíz por todas partes: en la sopa de mote
servida en platos de loza vidriada y en doradas arepas
esparcidas sobre el mantel. El único cubierto del menaje
estaba cruzado sobre mi plato blanco y orillado de azul.
Mayo se sentó á mis piés con mirada atenta, pero
más humilde que de costumbre.
José remendaba una atarraya mientras sus hijas, lis-
tas pero vergonzosas, me servían llenas de cuidado,
tratando de adivinarme en los ojos lo que podía faltar-
me. Mucho se habían embellecido, y de niñas loquillas
que eran se habían hecho mujeres oficiosas.
Apurado el yaso de espesa y espumosa leche, postre
de aquel almuerzo patriarcal, José y yo salimos á re-
correr el huerto y la roza (i) que estaba cogiendo. El
quedó admirado de mis conocimientos teóricos sobre
las siembras, y volvimos á la casa una hora después para
despedirme yo de las muchachas y de la madre.
Pásele al buen viejo en la cintura el cuchillo de
monte que le habia traido del reino (2), al cuello de
Tránsito y Lucia bonitos rosarios, y en manos de Luisa
un relicario que ella habia encargado á mi madre. Tomé
la vuelta de la montaña cuando era medio dia por filo,
según el exámen que del sol hizo José*
CAP X
A mi regreso, que hice lentamente, la imágen de
María volvió á asirse á mi memoria. Aquellas sole-
dads, sus bosques silenciosos, sus flores, sus aves y sus
(1) Llámase así en el país el lugar que se roza, la plantación que en él se
hace, y la cosecha.
(2) Cundinamarca.
aguas, ¿por qué me hablaban de ella? ¿Qué había allí de
María? en las sombras húmedas, en la brisa que movía
los follajes, en el rumor del río Era que veía el
Éden, pero faltaba ella; era que no podía dejar de
amarla, aunque no me amase. Y aspiraba el perfume
del ramo de azucenas silvestres que las hijas de José
habían formado para mí, pensando yo que acaso mere-
cerían ser tocadas por los labios de María: así se ha-
bían debilitado en tan pocas horas mis propósitos he- roicos de la no-
che.
Apenas llegué á Casa, me dirigí al costurero de mí madre: María es-
taba con ella; mis hermanas se habían ido al baño.
María después de contestarme el saludo , bajó los ojos sobre la cos-
tura. Mí madre se nanifestó regocijada por mi vuelta;
pues alarmados en casa con la demora, habian enviado
á buscarme en aquel momento. Hablaba con ellas pon-
derando los progresos de José, y Mayo quitaba con la
lengua á mis vestidos los codillos que se le habían
prendido en las malezas.
Levantó María otra vez los ojos, fijándolos en el
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MARIA.
ramo de azucenas que tenia yo en la mano izquierda
mientras que me apoyaba con la derecha en la escope-
ta; creí comprender que las deseaba, pero un temor
indefinible, cierto respeto á mi madre y á mis propó-
sitos de por la noche, me impidieron ofrecérselas. Mas
me deleitaba imaginando cuán bella quedaria una de
mis pequeñas azucenas sobre sus cabellos de color
castaño luciente. Para ella debian ser porque habia
recogido durante la mañana azahares y violetas para el
florero de mi mesa. Cuando entré en mi cuarto no vi una
flor allí. Si hubiese encontrado enrollada sobre la mesa
una víbora, no hubiera yo sentido emoción igual á la
que me ocasionó la ausencia de las flores: su fragancia
habia llegado á ser algo del espíritu de María que va-
gaba á mi alrededor en las horas de estudio, que se me-
cía en las cortinas de mi lecho durante la noche!.... Ah!
¿con qué era verdad que nó me amaba? ¡con qué habia
podido engañarme tanto mi imaginación visionaria! Y
de ese ramo que habia traído para ella, ¿qué podia yo
hacer? Si otra mujer, pero bella y seductora, hubiese
estado allí en ese momento, en ese instante de resenti-
miento contra mi orgullo, de resentimiento con María,
á ella lo hubiera dado á condición de que lo mostrase á
á todos, y se embelleciera con él. Lo llevé á mis labios
como para despedirme por última vez de una ilusión
querida, y lo arrojé por la ventana.
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