MARÍA
JORGE ISAACS FERRER
XI.
HICE esfuerzos para mostrarme jovial durante el res- to del dia. En la comida hablé con entusiasmo de las mujeres hermosas de Bogotá, y ponderé intencio- nalmente las gracias y el ingenio de p***. Mi padre se complacía oyéndome; Eloisa habría querido que la so- bremesa durase hasta la noche. María estuvo callada; pero me pareció que sus mejillas palidecían algunas veces y que su primitivo color no habia vuelto á ellas, así como el de las rosas que durante la noche han enga- lanado un festín. Hácia la última parte de la conversación , María habia fingido jugar con la cabellera de Juan, herma- no mío, de tres años de edad y á quien ella mimaba. Soportó hasta el fin; mas tan luego como se puso en pié, se dirigió ella con el niño al jardín. Todo el resto de la tarde y en la prima noche fué necesario ayudar á mí padre en sus trabajos de escri- torio. A las ocho, y luego que las mujeres habían ya reza- do sus oraciones de costumbre, nos llamaron al come- dor. Al sentarnos á la mesa, quedé sorprendido viendo una de las azucenas en la cabeza de María. Había en su rostro bellísimo tal aire de noble, inocente y dulce resignación, que como magnetizado por algo descono- cido hasta entonces para mí en ella, no me era posible dejar de mirarla. Niña cariñosa y risueña, mujer tan pura y seductora como aquellas con quienes yo había soñado, así la co- nocía; pero resignada ante mi desden, era nueva para mí. Divinizada por la resignación, me sentia indigno de fijar una mirada sobre su frente. Respondí mal á unas preguntas que se me hicieron sobre José y su familia. A mi padre no se le podia ocul- tar mi turbación; y dirigiéndose á María, la dijo sonriendo. — Hermosa azucena tienes en los cabellos: yo no he visto de esas en el jardin. María tratando de disimular su desconcierto, respon- dió con voz casi imperceptible : — Es que de estas azucenas solo hay en la montaña. Sorprendí en aquel momento una sonrisa bondadosa en los lábios de Emma. — ¿Y quién las ha enviado? preguntó mi padre. El desconcierto de María era notable. Yo la miraba; y ella debió de hallar algo nuevo y animador en mis ojos, pues respondió con acento mas firme : — Efrain botó unas al huerto; y nos pareció que siendo tan raras, era lástima que se perdiesen: esta es una de ellas. — María, la dije yo, si hubiese sabido que eran tan estimables esas flores, las habria guardado para vosotras; pero me han parecido menos bellas que las que se po- nen diariamente en el florero de mi mesa. Comprendió ella la causa de mi resentimiento, y me lo dijo tan claramente una mirada suya, que temí que se oyeran las palpitaciones de mi corazón. Aquella noche á la hora de retirarse la familia del sa- lón, María estaba casualmente sentada cerca de mí. Después de haber vacilado mucho, la dije al fin con voz que denunciaba mi emoción: «María, eran para tí: pero no encontré las tuyas.» Ella balbucía alguna disculpa cuando tropezando en el sofá mi mano con la suya, se la retuve por un mo- vimiento ajeno de mi voluntad. Dejó de hablar. Sus ojos me miraron asombrados y huyeron de los mios. Pasóse por la frente con angustia la mano que tenia libre, y apoyó en ella la cabeza, hundiendo el brazo desnudo en el almoadon inmediato. Haciendo al fin un esfuerzo para deshacer ese doble lazo de la materia y del alma que en tal momento nos unia, púsose en pié; y como concluyendo una reflexión empezada, me dijo tan quedo que apénas pude oirla: «entonces yo recogeré todos los dias las flores mas lindas;» y desapareció. Las almas como las de María ignoran el lenguaje mundano del amor ; pero se doblegan estremeciéndose á la primera caricia de aquel á quien aman, como la adormidera de los bosques bajo el ala de los vientos. Acababa de confesar mi amor á María ; ella me habia animado á confesárselo, humillándose como una esclava á recoger aquellas flores. Me repetí con deleite sus úl- mas palabras; su voz susurraba aun en mi oido : «en- tonces, yo recogeré todos los dias las flores mas lindas.»
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