MARIA
DE JORGE ISAAC
BUENOS AIRES
ARGENTINA
1870
CAPÍTULO PRIMERO.
Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para
qne diera principio á mis estudios en el colejio de ***, esta-
blecido en Bogotá hacia pocos años, y famoso en toda la
república por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, en-
tró á mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola
palabra cariñosa, porgue los sollozos la embargaban la voz,
cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, hablan ro-
dado por mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y esperímenté como un vago presenti-
miento de muchos pesares que debia sufrir después. Esos
cabellos quitados á una cabeza infantil ; esa precaución del
amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que
durante mí sueño vagase mi alma por todos aquellos sitios
donde yo habia pasado sin comprenderlo, las horas mas fe-
lices de mi existencia.
Á la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, hu-
medecida por tantas lágrimas, las brazos de mi madre. Mis
hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos.
María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su des-
pedida, juntó su mejilla sonrosada á la mia, helada por la
primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguía yo á mi padre, que ocul-
taba el rostro á mis miradas. Las pisadas de nuestros caba-
llos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos.
El rumor del Zabalótas, cuyas vegas quedaban á nuestra de-
derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta
una de las colinas de la vereda, en las qne solían divisarse
desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella bus-
cando uno de tantos seres queridos : María estaba bajo las
enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi
madre.
CAPITULO II.
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso Agosto me
recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de
amor patrio. Era ya la última jornada de mi viaje, y yo go-
zaba de la mas perfumada mañana del verano. El cielo tenia
un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altí-
simas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas
nubéculas de oro, como las gasas del turbante de una bai-
larina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur, flo-
taban las nieblas que durante la noche habian embozado los
montes lejanos. Cruzaba planicies alfombradas de verdes
gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían her-
mosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para ínter-
narse en las lagunas ó en sendas abovedadas por florecidos
pisamos é higuerones frondosos. Mis ojos se habian fijado
con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las
copas de añosos guaduales ; en aquellos cortijos donde había
dejado jentes virtuosas y amigas. En tales momentos no ha-
brían conmovido mi corazón las mas sentidas arias del piano
de Ü***: si los perfumes que aspiraba eran tan gratos compa-
rados con el de los vestidos lujosos de ella; sí el canto de
aquellas aves sin nombre, tenia armonías tan dulces á mi
corazón!
Estaba mudo ante tanta bellezai cuyo recuerdo había creído
conservar en mi memoria porque alguna de mis estrofas,
admiradas por mis condiscípulo. tenian de ella pálidas tin-
tas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno
de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susur-
ros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos
aquella con quien hemos soñado á los dieziocho años, y una
mirada fujitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace en-
mudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus
flores dejan tras si esencias desconocidas ; entonces caemos
en una postración celestial : nuestra voz es impotente, nues-
tros oidcs no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pue-
den seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella
á la memoria horas después, nuestros labios murmuran en
cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su
mirada, es el ruido de sus pasos sobre las alfombras, lo que
remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo,
los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen
enmudecer á quien los contempla. Las grandes bellezas de
la creación no pueden á un tiempo ser vistas y cantadas: es
necesario que vuelvan á el alma empalidecidas por la memo-
ria infiel.
Antes de ponerse el sol, ya habia yo visto blanquear sobre
la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme
á ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y
naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las
luces que se repartian en las habitaciones.
Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que
se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre
el empedrado del patio. Oí un grito indefinible ; era la voz
de mi madre : al estrecharme ella en los brazos y acercarme á
su pecho, una sombra me cubrió los ojos: era el supremo
placer que conmovía á una naturaleza vírjen.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veia, á las
hermanas que había dejado niñas, María estaba en pié junto á
mí,y velaban sus ojos anchos parpados orlados de largas pestañas
. Fué su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar
mi brazo de sus hombros, rozó con su talle y sus ojos estaban humedecidos,
al sonreir a mi primera espresion afectuosa como los de un niño cuyo llanto
ha acallado acallado tma caricia materna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario