"A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma". ( ( A sus editores) Suicidio al estilo harakiri - Emilio Salgari- Italia
EL TESORO DE LOS INCAS
EMILIO SALGARI
ITALIA
Inclinándose estaba muy seriamente el mestizo, cuando le hizo ponerse derecho de un golpe una exclamación de O’Connor.
—¡Calla!… ¡Otra vez las estrellas errantes! —gritó el marinero.
El ingeniero y el mestizo volviéronse hacia proa, y vieron un centenar de puntos luminosos que surcaban las tinieblas, cruzándose entre sí, levantándose sobre las aguas y hundiéndose otra vez en ellas, después de haber descrito trayectorias de treinta, cuarenta y aun cincuenta metros.
—¿Qué estrellas son éstas? —preguntó el mestizo.
—Recuerdo que al derrumbarse la bóveda del lago, surcaban a millares el espacio.
—Mucho me engaño si no son peces —dijo Sir John.
—¿Peces? Pero, señor, ¿no veis cómo brillan? Si dijeseis luciérnagas…
—No; son peces, Burthon.
Seis o siete de aquellos extraños volátiles hallábanse en las aguas próximos al bote, y entreteníanse en saltar por encima de él, pero a tal altura que no se les podía distinguir. Mas uno de ellos, bien porque le hubiesen faltado de improviso las fuerzas, o porque hubiese tomado impulso demasiado débil, vino a caer a los pies de Morgan, que se apresuró a cogerlo.
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—Es un pez —dijo, dándoselo a Sir John.
En efecto, era un pez de pie y medio de largo, y provisto de dos largas aletas, de las cuales valíase, sin duda, para saltar, y de una boca muy ancha que lanzaba vivos fulgores.
—Es un pirápodo —dijo el ingeniero.
—Si, un pez volador, o, por mejor decir, un pez golondrina —añadió el irlandés—. Es un excelente pescado de mar, manjar muy favorito de los delfines y de los peces espada.
—¡Hola! —exclamó Burthon—. Este pez no tiene ojos.
—Está ciego, pero no sin ojos —replicó el ingeniero—. Si levantaseis estas
dos pequeñas membranas, hallaríais debajo los ojos; pero están atrofiados de tal modo que no podrá ya servirse de ellos.
—Pero ¿cómo se dirigen sin tener vista? —preguntó O’Connor.
—Por el tacto.
—¿Y nacen ciegos todos los animales que habitan en estas cavernas?
—No todos. El proteo de los lagos subterráneos de la Carniola, el siderón y el cyptinodon de las cavernas del Mammuth, el amblyopis, el Sifino y otros nacen ciegos, pero algunos otros nacen provistos de ojos, aunque poco a poco los pierden. Algunos crustáceos del orden de los decápodos, por ejemplo, nacen con ojos, pero en creciendo, se introducen, según su costumbre, en las branquias de otros peces para vivir a costa de ellos, de modo que ya no pueden ver. Y su vista, aun funcionando ya, poco a poco se atrofia y acaba por cubrirse de una ligera membrana.
—Pero ¿cómo sucede eso?
—Por falta de ejercicio. Si a ti te condenasen a vivir muchos años bajo tierra en un oscuro subterráneo, tus ojos acabarían por disminuir de
volumen y atrofiarse. ¿No es acaso por falta de ejercicio por lo que no podemos ya mover las orejas, como las mueven los caballos, los perros y los gatos?
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—¿Cómo? —exclamó Burthon—. ¿Nuestros antiguos ascendientes movían las orejas?
—Es probable, toda vez que los músculos de que se sirven los animales
para mover las orejas los poseemos también nosotros. Ejercitándolos, llegaríamos tras de algún tiempo a moverlas.
—Sería un bonito espectáculo ver a una elegante señorita moviendo las
orejas.
Media hora después de la aparición de los peces voladores, el subterráneo comenzó rápidamente a estrecharse en todos sentidos, hasta el punto de que apenas permitiría el paso de la barcaza. Las aguas, comprimidas, por decirlo así, redoblaron la velocidad de su carrera, internándose bajo un negro y angosto túnel con profundos mugidos.
Sir John, después de haber consultado el viejo pergamino, hizo rebajar la chimenea de la máquina, para que no chocase contra la bóveda, retiró las lámparas y ordenó avanzar con la mayor prudencia.
El Huascar se dirigió a pequeño vapor hacia el negro túnel.
No eran excesivas aquellas precauciones, pues la galería era tan estrecha que a duras penas permitía el paso del bote. Además, de la bóveda pendían millares y millares de puntas agudas, sutilísimas y transparentes, algunas de las cuales, de excesiva largueza, amenazaban herir a Sir John y a sus compañeros
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