LOS PIRATAS DE MOMPRACEM
EMILIO SALGARI
ITALIA
gran impaciencia comenzaba a apoderarse de las tripulaciones; los hombres subían y bajaban las escalillas maldiciendo.
De pronto, poco después de mediodía, se oyó gritar desde lo alto del palo mayor:
—¡Nave a sotavento!
Sandokán lanzó una rápida mirada al puente de su barco y otra al del que mandaba Giro Batol, y ordenó:
—¡Tigrecitos, a sus puestos!
Los piratas obedecieron con presteza.
—Araña de Mar—dijo Sandokán—, ¿qué más ves?
—La vela de un junco.
—Hubiera preferido un barco europeo —murmuró Sandokán frunciendo el ceño—. No tengo odio alguno contra las gentes del Celeste Imperio. Pero, quién sabe... Volvió a sus paseos y no dijo nada más.
Al cabo de media hora volvió a oírse la voz de Araña de Mar.
—¡Capitán! Creo que el junco nos ha visto y está virando.
—¡Giro Batol! ¡Impídele la fuga!
Un instante después se separaban los dos barcos y, describiendo un gran semicírculo, se dirigían hacia el buque mercante a velas desplegadas.
Era una de esas naves pesadas llamadas juncos, de formas sin gracia y de dudosa solidez, que se usan mucho en los mares de la China. Apenas advirtió la presencia de los sospechosos paraos, contra los cuales no podía competir en velocidad, se detuvo y arboló una gran bandera. Al verla, Sandokán dio un salto
adelante.
—¡La bandera del rajá Broocke, el exterminador de los piratas! —exclamó con acento de odio—. ¡Tigrecitos, al abordaje!
Un grito salvaje, feroz, se elevó en ambas tripulaciones, para quienes no era desconocida la fama del inglés James Broocke, convertido en rajá de Sarawack.
—¿Puedo comenzar? —preguntó Patán, apuntando con el cañón de proa.
—Sí, pero que no se pierda una sola bala.
De repente sonó una detonación a bordo del junco, y una bala de poco calibre pasó silbando por entre las velas del parao.
Patán hizo fuego. El efecto fue instantáneo: el palo mayor del junco, agujereado en la base, osciló con violencia y cayó sobre cubierta con las velas y todo el cordaje.
Una pequeña canoa tripulada por seis hombres se separó del junco y huyó hacia las islas Romades.
—¡Hay hombres que huyen en lugar de batirse! —exclamó Sandokán con ira—. ¡Patán, haz fuego contra esos cobardes!
El malayo lanzó a flor de agua una oleada de metralla, que echó a pique la canoa e hirió a todos los que la tripulaban.
—¡Bravo, Patán! —gritó Sandokán—. ¡Ahora deja ese barco tan raso como una mesa, pues todavía veo numerosa tripulación!
Los dos buques corsarios recomenzaron la infernal música de balas, granadas y metralla, destrozando el junco y matando marineros, que se defendían desesperadamente a tiros de fusil.
—¡Valientes! —exclamó Sandokán, admirado del valor de aquel grupo de
hombres que quedaba en pie en el junco—. ¡Son dignos de combatir con los tigres
de la Malasia!
Los barcos corsarios, envueltos en una espesa nube de humo, seguían avanzando, y en pocos instantes llegaron a los costados del junco. La nave de
Sandokán lo abordó por babor y se lanzaron los arpeos de abordaje. -¡Tigrecitos, al
asalto! --gritó el terrible pirata.
Se recogió sobre sí mismo como un tigre que se dispone a lanzarse sobre la presa,
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