jueves, 15 de mayo de 2025

LLEGAN LOS TUANES

 HIJO DE PAZ

DON RICHARSON

41-50

CAPÍTULO III

LA SOMBRA DE LOS TUANES

Los hombres de Haenam consiguieron final­mente un respiro de su problema con los kaya­gares renovando una antigua alianza con otras dos aldeas de habla sawi: Yahamgit y Yohwi. Juntas estas tres infligieron graves pérdidas a los kayagares que vivían cerca de los manantiales del Kronkel, persuadiéndolos así a pedir un pe­ríodo de paz. De igual modo, Mauro hizo una ventajosa alianza con Esep, Sanapai, Tiro y Wa­sohwi y se las ingenió para desquitarse de las aldeas de habla asmat ubicadas cerca de la desem­bocadura del Kronkel.

Para vengar la muerte de Yae, los hombres de Mauro utilizaron todavía su alianza con Esep. En efecto, persuadieron a los hombres de esta aldea a usar sus buenas relaciones con Haenam para atraer a un grupo de hombres de esta última a una fiesta en que danzarían toda la noche y que se celebraría en Esep. Nueve hombres acep­taron la meliflua invitación.

Mientras la fiesta iba en aumento en medio del silencio y oscuridad de la noche, los guerreros de Mauro, cual fantasmas, remontaron el río Aym en sus canoas y luego se desplegaron en abanico, formando un círculo alrededor de Esep. Al des­puntar el alba, se instalaron en posiciones cerca­nas, y cuando aclaró lo suficiente para distinguir entre sus amigos de Esep y sus enemigos de Hae­nam, iniciaron el ataque.

De repente comenzó a apagarse el canto de los danzarines y el redoble de los tambores bajo el vociferante crescendo del ataque de Mauro. Los hombres de Esep treparon rápidamente a sus casas e impidieron que los de Haenam buscaran refugio en ellas. Las nueve futuras víctimas tra­taron de desparramarse entre las sombras mien­tras a través de la aldea resonaba el golpe seco y sobrecogedor de las lanzas al herir carne.

Cinco de los nueve consiguieron escapar, aun­que todos dejaron tras sí lívidos rastros de san­gre que brillaba bajo el sol naciente. Los que no escaparon fueron Huyaham, Sao, Asien y Yamh­wi. Esep y Mauro se dieron un regio banquete con la carne de las cuatro víctimas mientras Haenam pasaba varias noches y días lamentándose amargamente por los muertos.

Después de esto los hombres de Haenam hi­cieron varias incursiones en el territorio de Mauro y Esep, esperando sorprender algún grupito de hombres, mujeres o niños mientras sacaban el sagú en la jungla. Luego de infructuosos esfuer­zos, se decidieron por una manera más indirecta de tomar venganza. Pero mientras tanto, ocu­rrrieron tres sucesos totalmente imprevistos.

Una vez que se establecieron relaciones bas­tante pacíficas con los kayagares y asmates, las diversas aldeas sawis comenzaron a tener fre­cuentes diálogos con sus vecinos del este y del oeste. Durante estos diálogos, los sawis notaron un nuevo vocablo que nunca habían oído antes.

Tanto los kayagares al este como los asmates al oeste comenzaron a chapurrear agitadamente so­bre algo o alguien llamado tuan. Puesto que ape­nas había más de media docena de sawis que podían entender lo suficiente una de las dos len­guas extranjeras, pasó un largo período de tiem­po antes que éstos pudieran formarse una im­presión razonable de cómo podría ser un tuan.

El consenso de los informes parecía indicar que los tuanes eran seres sumamente grandes.

¡Qué espantoso!

También se sabía que en general eran ami­gables.

¡Esto era tranquilizador!

Sin embargo, se decía que poseían armas ca­paces de echar fuego con un sonido como trueno. ¡Los avezados guerreros temblaban!

También se informaba que se oponían tenaz­mente a la caza de cabezas y al canibalismo.

¡Qué bueno que los kayagares cazadores de ca­bezas y los asmates caníbales y cazadores de cabe­zas estuvieran recibiendo esa clase de influencia!

Se decía que su piel era tan blanca como la harina de sagú fresca ...

¡Qué feos debían de parecer!

... y muy fría al tacto.

¿Podría ser que no fueran realmente humanos?

¡Además, su cabello era lacio u ondulado, pero jamás crespo, y se cubrían tan completamente con unas extrañas pieles que apenas eran visibles sus verdaderas personas!

¡Qué difícil debe de ser conocerlos como son en realidad!

La mayoría de los informadores afirmaba que nunca habían visto una tuan, aunque algunas fuentes más distantes sostenían que existían unas pocas.

 ¡Cómo tendrán que pelear para conseguir es­posas si hay tan pocas mujeres!

Casi tan raros como los tuanes mismos eran los objetos que, según decían, dispensaban al comerciar con ellos. Los principales entre éstos eran unas clases superiores de instrumentos cor­tantes los que llamaban kapak, para talar árboles, los parang, para cortar los arbustos y los pisan, para cortar la carne. También había unos palitos llamados korapi, que eran excelentes para encen­der fuego.

¡ Sus sukurus podían afeitarle la barba a uno mucho mejor que los cuchillos de bambú! Los mata kail "anzuelos y el kaivas "sedal posibilitaban la pesca hasta en los ríos principales, en vez de tener que esperar hasta que el agua es­tuviera baja en los ríos más pequeños, cuando era posible alancear los peces o dispararles con arcos y flechas.

Se decía que también había rus¡, en los cuales uno podía ver su alma mucho más claramente que en la superficie de un quieto charco de los pantanos.//espejos//

 De especial interés era una sustancia blanca y fina llamada garam, de la que se decía que era mucho más salada que el residuo carbo­nizado de las hojas de sagú quemadas que los sawis usaban para sazonar sus comidas.

Aun más, se decía que los tuanes daban sabun, el que mez­clado con agua y aplicado a la piel de uno podía sacarle no sólo la suciedad suelta ¡ sino hasta la grasa de la piel!

 Por último, se creía que los tuanes tenían varias clases de brujerías llamadas obat, las cuales podían bajar la fiebre y sanar las heridas con mucho más eficacia que los brujos sawis.

A medida que aumentaban estos hechizantes comentarios sobre los tuanes, circulando de aldea en aldea, los sawis no estaban seguros de si les convendría o no encontrarse con uno de ellos. Losbeneficios materiales eran tentadores, pero ¿y si hubiera repercusiones sobrenaturales imprevis­tas? Hacía mucho tiempo que los antepasados de los sawis habían logrado un acuerdo con los espíritus que vivían en los ríos y en la jungla. "Los espíritus aceptan la grasa de nuestra piel en los ríos", solían decir. Mientras se mantuviera esta delicada coexistencia entre los espíritus y los hombres, el universo estaría en equilibrio. Es verdad que a veces terribles epidemias hacían estragos en las aldeas; pero los espíritus las espa­ciaban a intervalos bastante amplios para que pudieran sobrevivir las comunidades.

Pero si un tuan, que no tenía un convenio con los espíritus, iba a introducir grasa //jabon//de piel ex­traña en los ríos y senderos, se podría trastornar el equilibrio del universo. Los espíritus se podrían vengar de los sawis por esta temeraria e insólita intrusión en sus dominios y los ancianos no ten­drían ningún método previamente elaborado para apaciguarlos en una situación tan singular.

Po­siblemente los tuanes mismos fueran espíritus que habría que aplacar y ¡ oh, se tardaría mucho tiempo en tratar de descubrir los métodos para apaciguar otra compañía de espíritus ! Era bas­tante apremiante vivir en un universo dualístico de espíritus y hombres.. . ¿Cómo se las arregla­rían las aldeas en un nuevo universo tripartito de espíritus, tuanes y hombres?

Esta fue la pregunta crucial que comenzó a ocupar la mente de los sawis, tanto más cuanto que los kayagares y asmates seguían discutiendo sobre esos extraños prodigios llamados tuanes. Era un tipo de pregunta totalmente nuevo, uno que probablemente nunca tuvieron que enfrentar sus antepasados. Por esta razón no había nada en las leyendas sawis que sirviera para ayudar a la actual generación a abordar el asunto de los tuanes. Tenían que hacerlo por su cuenta y tem­blaban ante la responsabilidad de tomar una de­cisión que podría afectar dramáticamente sus des­tinos y el de sus pequeños.

La crisis se agudizó súbitamente el día en que el segundo suceso imprevisto tomó de sorpresa a los sawis. Haenam se había mudado a un nuevo sitio ubicado junto al tributario Sagudar y que estaba muy cerca de la región de los kayagares. Un día llegó una canoa con varios kayagares ro­bustos y recios que venían de río arriba. Con ellos venía también un guerrero atohwaem lla­mado Hadi. Este dominaba tres lenguas: atoh­waem, kayagar y sawi.

Cuando la canoa se acercaba a Haenam, Hadi gritó agitadamente en sawi:

—i Estos kayagares tienen algo muy especial que quieren mostrarles!

Los guerreros de Haenam bajaron lentamente de sus casas mientras Hadi saltaba a tierra. Detrás de él un kayagar llamado Hurip se inclinó y recogió un extraño objeto que estaba a sus pies en la canoa. Sus ojos brillaban de contento, di­virtiéndose al observar el asombro que se refle­jaba en los rostros de los sawis. Hurip levantó el objeto por encima de su cabeza. Luego abrió su bocaza y habló en la bronca y estruendosa lengua kayagar.

Hadi interpretó, diciendo:

—¡Esto es un kapak!

Los sawis se amontonaron rápidamente alrede­dor de ellos, boquiabiertos de asombro. Miraban fijamente el objeto con la misma admiración que sentiría un astronauta al descubrir un artefacto de una civilización extraterrestre. El kapak era casi tan largo como la mano de un hombre y tenía una hoja brillante de unos diez centíme­tros de ancho. El otro extremo era redondeado y consistía en un grueso anillo en el que Hurip había encajado la punta de un mango de palo hacha.

Sólo vagamente vieron los atónitos sawis que el objeto tenía cierta semejanza con sus rudimen­tarias hachas de piedra. Pero esto duró sólo hasta que Hadi señaló un arbolito que crecía cerca de la ribera del río e instó a Hurip a demostrar lo que podía hacer el extraño objeto. Con pasos majestuosos, Hurip se dirigió hacia el árbol, le­vantó el hacha inclinándola hacia atrás por sobre su hombro derecho y descargó un recio golpe que la hundió en la base del tronco.

Hadi sonrió de satisfacción cuando los espec­tadores retrocedieron súbitamente ante el extra­ño sonido que producía el acero al penetrar en la madera. Hurip arrancó el hacha y con tres golpes más derribó el árbol, arrojándolo en el Kronkel. Pasaron tres minutos completos antes de que la gente de Haenam dejara de gritar de asombro. Cuatro golpes con ese objeto habían de­rribado un árbol que habría necesitado más de cuarenta golpes con una típica hacha de piedra.

Los sawis invitaron a Hadi, Hurip y los otros kayagares a subir a la casa del hombre. Cuando todos se hubieron sentado, el maravilloso kapak pasó de mano en mano. Con respeto, los sawis acariciaron el fabuloso instrumento, comentando a gritos sobre su dureza, agudeza y peso. Apenas podían creer que una hoja que era cuatro veces más delgada que la de un hacha de piedra me­diana se pudiera usar con tanta fuerza sin que se quebrara o astillara.

Hurip, henchido de orgullo por ser el primero en presentar a toda una comunidad esta mara­villa tan extraña, procedió luego a relatar cómo había canjeado a uno de sus hijos por el kapak de otro kayagar que vivía más al sudeste, en laaldea Araray.

La gente de Araray, según dijo, tenía muchas hachas como ésta porque actualmente tenían un tuan que vivía entre ellos. Ahora todas las aldeas kayagares viajaban a Araray o a Kepi llevando cerdos o niños para canjearlos por hachas y otros tesoros de los tuanes. Algunos sawis estaban a punto de preguntarle a Hurip si estaría dispuesto a canjear su hacha; pero cuando oyeron que había dado un niño por ella, desis­tieron.

Luego de un impresionante y momentáneo si­lencio, un joven y musculoso guerrero sawi lla­mado Kan¡ alzó la voz desde el fondo de la casa del hombre y dijo:

—Hurip, ¿por qué vino ese tuan a vivir a Araray?

Cuando le retransmitieron la pregunta a Hurip, éste se limitó a encoger sus toscos hombros. Luego exclamó:

—¡ Tú debes de suponer que los tuanes son iguales a nosotros! Si uno de nosotros se mudacierto lugar, se puede saber que es porque allí hay mucho sagú que no ha sido cosechado, por­que se está alejando de sus enemigos o porque desea vivir donde solía vivir su padre.

"Pero los tuanes —siguió explicando Hurip­ se interesan poco por el sagú. Parece que no tienen enemigos. No están atados a la tierra de sus antepasados. ¡ Vienen adonde quieren venir; van adonde quieren ir; se quedan donde quieren quedarse! Nadie sabe lo que harán ni por qué lo harán. ¡ Todo lo que sabemos es que adondequiera que vayan sus canoas van cargadas con hachas como ésta!"

Los sawis silbaron para expresar su asombro; pero Kan¡ siguió preguntando:

—Si viniera un tuan aquí, ¿qué nos pasaría?

Cuando Hadi interpretó, Hurip contestó inme­diatamente:

Ustedes, los sawis, todavían cortan cabezas humanas y comen carne humana

Sí viene un tuan aquí, es indudable que tendrán que dejar esta clase de cosas. Si no lo hacen, ¡ les disparará fuego ! ¡ En cambio, ustedes harán karia! Y por su karia el tuan les dará muchos kapak, parang y pisan.

Ninguno de los sawis entendía que karia signi­ficaba "trabajo". De todos modos, algunos vol­vieron a silbar de asombro. Otros se callaron de repente ante el pensamiento de nunca más comer carne humana, nunca más cortar cabezas y la posibilidad de ser quemados con fuego.

Kan¡ fue uno de los que no silbaron. Estaba reflexionando en el hecho de que él y su gente todavía no habían tomado venganza contra Mau­ro por la muerte de Huyaham, su hermano mayor, y los otros tres que habían sido alanceados con él en esa dantesca trampa de Esep. Si Haenam iba a tomar venganza, convendría hacerlo pron­to; de lo contrario, podría aparecer un tuan, en cuyo caso ya no sería posible tomar venganza.

Pronto Hurip, Hadi y sus amigos volvieron río arriba después de prometer a los sawis que si alguna vez tenían hachas sobrantes para canjear, se lo hicieran saber primero a los hombres de Haenam.

Hurip y sus amigos habían venido por una sola razón: divertirse con el espectáculo de toda una comunidad pasmada ante su primera visión de un hacha de acero. ¡ Sin saberlo, habían logrado mucho más que eso !

En primer lugar, habían aclarado de una vez para siempre "la cuestión del tuan" a los hombres de Haenam. Por fin ahora sabían estos extraños sawis lo que harían si un tuan llegara algún día hasta  ellos. Al anochecer de ese mismo día habían llegado a un consenso de opinión que pronto en­contraría apoyo en todas las 18 aldeas de la tribu sawi.

En segundo lugar, habían persuadido al joven Kan¡ de que ya era tiempo de que Haenam repre­sentara otro papel del antiguo tema llamado tuwi asonai man. En caso que resultara imposible to­mar venganza después de la llegada de los tuanes, debían "cebar" más "cerdos para la matanza" con objeto de vengar la muerte de Huyaham antes de que aparecieran. Y ya que habían fracasado los asaltos frontales contra Mauro, el ingrediente que una vez más se usaría como cebo tendría que ser la amistad.

Pero antes de que se cumplieran las intenciones asesinas de Kan¡, un tercer suceso imprevisto iba a estremecer hasta sus mismos cimientos el universo sawi.

Capítulo IV

VIENEN LOS TUANES

Como pueblo casi nómada, los sawis jamás tenían necesidad de reparar sus casas. Cuando comenzaban a pudrirse los largos palos que las sostenían, simplemente se mudaban a un nuevo sitio y edificaban nuevas casas.

Cuando comenzaron a deteriorarse los palafitos que habían construido sobre el tributario Sagu­dar, los hombres de Haenam hicieron un convenio con otra aldea sawi llamada Kamur y juntos fun­daron otra aldea en la desembocadura del tribu­tario Antap al lado norte del Kronkel, sitio que normalmente no era territorio de Haenam. En la nueva comunidad vivían cerca de cuatrocientas personas.

Las diversas casas de la aldea (varios palafitos y dos viviendas construidas en las copas de los árboles) estaban diseminadas a lo largo de la ribera y abarcaban varios centenares de metros. Desde allí se dominaba una vista de la parte recta más larga que tenía el Kronkel en el territorio sawi. La gente la llamaba la kidari, término que se podría traducir por "la autopista". En otras partes el Kronkel serpenteaba y cambiaba de curso tan a menudo que rara vez era posible ver un kilómetro de río en cualquier dirección. Aquí en la kidari uno podía ver hasta más de dos kilómetros de cauce libre de obstáculos.

Fue aquí en este nuevo sitio donde finalmente KanI elaboró los detalles de un plan maestro de ingeniosa traición que, según esperaba, saldaría su obsesiva querella contra Mauro. No obstante, sabía que el plan fracasaría si no conseguía el apoyo de sus compañeros de Haenam. Cuidado­samente consideró vez tras vez los argumentos que tendría que usar para conseguir apoyo. Pon­deró, además, el problema de a qué persona de su aldea le podría confiar su plan. Sentía el pe­ligro de que alguien no favoreciera su plan y lo traicionara entregándolo al enemigo.

Una mañana en que KanI estaba sentado echan­do bocanadas de humo de tabaco por su larga pipa de bambú, su hija, Norom, le anunció:

—¡Navo, kavi sai! ¡ Padre, viene una canoa!

Kan¡ se volvió y miró hacia la kidari mien­tras la piragua que se aproximaba viraba hacia la aldea. En ella venían ocho de sus más íntimos amigos y compañeros. Presa de intensa excita­ción, el corazón de Kan¡ comenzó a latir violen­tamente, pues había estado esperando que estos hombres volvieran de su viaje (habían ido a cazar un babirusa). Por fin habían llegado. Rá­pidamente decidió que ese mismo día les confia­ría su ingenioso plan.

Mientras sus compañeros empujaban la canoa entre las cañas que crecían junto a la ribera, Kan¡ se llevó otra vez la pipa a los labios. Sus ojos miraban furtivamente mientras aspiraba el humo. Nadie en el ahumado palafito notó la leve sonrisa que las comisuras de sus labios dibujaban alrededor de la boquilla de su pipa. Pero de re­pente, la sonrisa se le heló.

En la ribera del río, Sauni, el "hermano de clan" de Kan¡, levantaba el remo para clavarlo en el cieno del cañaveral. Pero en ese momento se le paralizó el brazo.

Mavú, el otro hermano de clan de Kan¡, aca­baba de saltar de la canoa al agua, que en ese lugar era poco profunda. Inclinándose, sujetó la esbelta embarcación de un lado, listo para arras­trarla hasta la orilla. Pero nunca completó su acción, pues al encorvarse, el cuerpo se le puso repentinamente tenso, quedando con la vista fija en los reflejos del agua.

Maum, Yamasi, Haero y Sinar también habían saltado de la canoa al bajo y comenzaban a le­vantar los pesados bultos de carne de babirusa que hacía poco habían descuartizado en la jungla. Pero la roja carne se les resbaló de las manos y cayó pesadamente en la canoa.

Los desnudos y morenos niños que jugaban con arcos y flechas se tranquilizaron de repente y, con aterrorizados ojos, se quedaron mirando fi­jamente. Cesó el parloteo de las mujeres. De­jaron de partir la leña. Cesó la tos de los enfer­mos. En toda la aldea sólo se pudo oír el llanto de un bebé y el zumbido de miríadas de moscas.

¡ Se oía un sonido! Un sonido lejano. Un so­nido extraño. ¡Un sonido pulsátil! Alarmado,

Kan¡ frunció el entrecejo. Era como si en una parte un gigantesco corazón hubiera comenzado a latir, haciendo que todo el universo —aire, agua, árboles, tierra— palpitaran con su estruen­doso pulso.

En la ribera, el cerebro de Maum recurría inú­tilmente a todos sus recuerdos. Nunca antes ha­bía oído algo semejante.

 Si el sonido fuera un es­truendo uniforme y prolongado, podría decir que lo producían miles de olas gigantes, levantadas por una tormenta monzónica de inusitada violen­cia, que reventaban en los bajos legamosos del Mar de Arafura. O si sus fluctuaciones fueran irregulares, podría suponer que estaba en cierne un trueno distante.

Pero este estampido uniforme y pulsátil desa­fiaba toda explicación plausible. Seguramente no provenía de algún fenómeno natural. Era dema­siado bajo para ser el redoble de los tambores de una fiesta celebrada en una lejana aldea sawi y ningún animal conocido por los sawis podría sostener ese sonido. Sólo una explicación le que­daba a Maum: el sonido tenía un origen sobre­natural.

Tal posibilidad sólo podía inspirar un senti­miento en los corazones de los sawis: ¡terror! Y Maum sentía ahora el frígido feto de ese terror que le crecía monstruosamente en la boca del es­tómago, sacándole hasta el aliento de los pulmones y ejerciéndole una presión que parecía pró­xima a interrumpirle los latidos de su corazón.

Entonces se acordó de las palabras que Hadi le había interpretado a Hurip y lanzó un grito de advertencia a la aldea:

—¡Yot gwadivi saido! ¡ Vienen a disparar fuego!

Kan¡ arrojó su pipa y de un salto se puso de pie, expeliendo estrepitosamente el aire de sus pulmones. Con una mano tomó su arco y las fle­chas y con la otra colgó a uno de sus hijos, lle­vándolo a cuestas. Su esposa le pasó otro niño a Norom, su hija mayor, y ella también colgó a otro sobre su espalda. Por todas partes se podía oír el tumulto de pies que se arrastraban, de lla­madas y gritos que indicaban el comienzo de un proceso de evacuación sawi. Los palafitos se bamboleaban y crujían al precipitarse sus ocupantes a las salidas y bajar gateando las esca­leras. Los niños pequeños se colgaban del cuello de sus padres mientras éstos llevaban esteras de hierba y utensilios de la edad de piedra atados a sus brazos.

Muchas veces antes los pueblos de Haenam y Kamur habían llevado a cabo este proceso. La primera vista de una flotilla de canoas de gue­rra de los kayagares o asmates producía siem­pre la misma frenética pero organizada fuga hacia la seguridad que ofrecía la jungla. La diferencia consistía en que en esas ocasiones huían sola­mente las mujeres y los niños mientras que los hombres se quedaban para enfrentar al enemigo.

Pero ahora, a causa del presunto carácter so­brenatural del fenómeno que se aproximaba, los hombres se unían a las mujeres en su huida ha­cia la jungla. Además de sus niños y sus armas, llevaban también tantas esteras de hierba como podían abarcar. Estaban preparados para dormir en los montes si era necesario.

Entretanto que las mujeres y los niños se in­ternaban en la jungla, Kan¡, Maum y los otros hombres de Haenam y Kamur tomaron posiciones entre la maleza que crecía detrás de la aldea. Nerviosamente observaban las nubes que se des­lizaban por el cielo, las tranquilas aguas del río, la inmensidad de la selva que se alzaba detrás de ellos, listos para huir al interior de la jungla en cuanto se les avisara.

No muy lejos de allí, un intrépido muchachito de Kamur llamado Isai desobedeció el mandato de su hermano mayor, y en vez de huir, trepó a un árbol para mirar el río por sobre la maleza.

Una vez que la distancia fue acallando tras ellos los gritos de las mujeres y los niños, los guerreros ocultos pudieron oír otra vez el so­nido pulsátil. Era mucho más fuerte ahora. Hasta la blanda tierra de la ciénaga parecía temblar al compás de él.

Al principio, parecía que venía de todas partes, pues retumbaba a través de toda la selva; pero poco a poco notaron que venía del oeste. Sin embargo, su punto de origen se mo­vía también hacia el sur y esto le sugirió un te­rrible pensamiento a Kani El origen del sonido debía de estar virando hacia el sur por uno de los recodos del Kronkel. ¡ Si ése era el caso, al rodear el recodo siguiente se dirigiría otra vez hacia el norte a la vista de los observadores!

Kan¡ se dio cuenta de que en ese momento el móvil origen del sonido llegaba al punto donde debería virar otra vez hacia el norte y que so­naba cada vez más fuerte a medida que se acer­caba al lugar donde estaban. Tensos dedos les pusieron flechas a las cuerdas de los arcos, aun­que ninguno de los sawis estaba seguro de atre­verse a soltar una flecha a la destrucción que se avecinaba.

Entonces, de repente el sonido se hizo tan fuerte que algunos de los guerreros se ate­rrorizaron y huyeron. Los que se quedaron sin­tieron que se les enfriaba la piel y se les eri­zaban los pelos de la nuca.

Entonces sus incrédulos ojos presenciaron un fenómeno que jamás habían visto antes. De de­trás del espeso follaje que cubría el recodo sur del río salieron olas más grandes que las que hasta entonces se habían visto en esos recodos protegidos por la jungla.

Los árboles del aho, azotados por las olas, co­menzaron a bambolearse y sacudirse violenta­mente. ¡ En un segundo más aparecería la mons­truosa fuerza que creaba estas olas!

Las dos lanchas entoldadas doblaron otro re­codo del Kronkel, vibrando casi al unísono sus motores Diesel gemelos. Cada una avanzaba tre­molando la bandera roja, blanca y azul de Holanda.

Varios días antes habían iniciado el viaje partiendo desde Agats, que a la sazón era el puesto más cercano del gobierno holandés. Este estaba situado en la costa del Mar de Arafura a unos 80 kilómetros al norte de la desembocadura del Kronkel. Su misión consistía en explorar la casi desconocida extremidad que quedaba al sur del distrito administrativo de Agats y que hasta ahora había sido dejada sin supervisión guber­namental. Además, estaban buscando un sitio para instalar un nuevo puesto administrativo en la zona, un centro desde el cual la policía holan­desa esperaba poner fin a la incesante caza de cabezas y al canibalismo que, por lo que se sa­bía, era cosa corriente en esta zona salvaje.

La exploración ya había durado varios días, siguiendo los serpentinos recodos de ríos, que, como el Kronkel, pasaban a través de pantanos y tratando de localizar los centros de población nativa que había más allá de la ya conocida zona asmat. Hasta ahora los esfuerzos de los explo­radores habían sido infructuosos. Generalmente los salvajes que habitaban al interior de esta zona sin gobierno eran demasiado cautelosos para arriesgarse a edificar sus aldeas a la vista de los ríos principales. Desesperadamente fragmen­tadas en pequeñas unidades a causa de sus con­flictos internos, la mayoría de las aldeas no po­dían depender de su fuerza numérica para pro­tegerse de los extraños. En cambio, recurrían al camuflaje que les proporcionaban los escondites de la espesa jungla.

 El comandante militar ho­landés que estaba a cargo de esta misión explo­ratoria no podía saber que esa mañana ya había pasado cerca de los apartados escondites de cua­tro aldeas sawis, desencadenando el pánico en todos los que habían oído el sonido de los mo­tores Diesel.

Cuando las dos embarcaciones viraron al norte otra vez, aparecieron súbitamente las impresio­nantes casas —construidas en las copas de los árboles— de una nueva aldea. "Esto es una ex­cepción", pensó el comandante al mirar atenta­mente las casas, de extraña forma, de una aldea que se había atrevido a ubicarse en un río prin­cipal. El humo todavía subía a través de los ar­queados techos de hojas; pero no había ninguna señal de habitantes. "Han huido a la jungla", pensó. El comandante ordenó continuar la explo­ración río arriba, más allá de la aldea. Si acaso para entonces hubieran navegado por el Kronkel hasta donde éste lo permitiera y volvieran al día siguiente, la gente de esta aldea habría recobrado la calma lo suficiente como para dejarse ver.

Mientras tanto, los observadores que estaban ocultos entre las malezas estaban seguros de que pronto iba a ser destruida la aldea que acababan de evacuar y que nada podían hacer para pro­tegerla. ¿Qué ganarían con tirar flechas de bambú contra dos monstruos que se movían con tanta rapidez y tan grandes que hacían aparecer al poderoso Kronkel como si fuera apenas lo bas­tante ancho para contenerlos?

A medida que se acercaban los dos monstruos, Kano, incrédulo, miró de soslayo, pues pudo ver varias docenas de hombres cuyos cuerpos estaban cubiertos por extrañas envolturas(ropas) y que miraban desde debajo de los toldos.

Algunos de los hom­bres tenían piel morena como la suya; pero unos pocos tenían rostros que brillaban como los ro­sados panes frescos de sagú a la luz del sol.

Kan¡ llegó a una inevitable conclusión y ex­clamó:

—¡Los tuanes ! ¡Vienen los tuanes!

Envueltas en espumosas olas, las dos embar­caciones siguieron avanzando hasta más allá de

VIENEN LOS TUANES 59

las dos aldeas gemelas y luego se internaron en la larga faja de la kidari. El pequeño Isai, en­caramado en las ramas del árbol que le servía de puesto de observación, sintió que se le volvía el alma al cuerpo. Aguzando el oído, detectó el sonido de voces humanas graves confundidas con el rugido de los motores.

Entonces un hombre que estaba sentado en­cima de uno de los toldos se puso de pie junto a la bandera e hizo señas en dirección a los ar­bustos, por si acaso hubiera ojos humanos que estuvieran observando. Isai creyó que ese hom­bre debía de verlo a pesar de su camuflaje de hojas y ramas y se encogió temblando de miedo detrás del tronco del árbol. ¿Cómo podía tener vista tan aguda?

Esa noche las dos lanchas quedaron ancladas bajo el cielo estrellado, amarradas junto a los bancos del Kronkel, muy adentro de los herba­zales kayagares. Más acostumbradas a las idas y venidas de los tuanes, centenares de personas de esta región se dieron cita allí, rodeando las dos embarcaciones para cambiar pescado, sagú y carne de babirusa por fósforos, hojas de afei­tar, abalorios y tabaco.

 Sin embargo, hasta los kayagares encontraron enervantes las deslum­brantes lámparas de presión de keroseno e in­comprensibles los estridentes radios de transistores.

Al mismo tiempo, río abajo los ancianos de Haenam y de Kamur conferenciaban hasta altas horas de la noche.

Suponiendo que las dos "super-canoas" pasarían la noche entre los kayagares y volverían a la región de los sawis al día siguien­te, discutieron sobre si deberían tratar de tener al­guna clase de contacto con los terribles extran­jeros o dejarlos pasar como habían venido. Finalmente, tres ancianos de Kamur llama­dos Kigo, Hato y Numú se ofrecieron para tratar de tener un contacto amistoso.

—Hace años vivimos entre los auyúes, un pue­blo que está muy al este —dijeron los ancianos—, y todavía recordamos gran parte de la lengua auyú. Puede que algunos de estos extranjeros hablen auyú. Cuando vuelvan hacia acá, nos pa­raremos junto a la desembocadura del Tumdù y les haremos señas. Si se desvían de su rumbo para acercarse a nosotros, trataremos de hablar­les en lengua auyú.

Al día siguiente, mientras centenares de ojos sawis observaban desde la supuesta seguridad de la jungla, Kigo, Hato y Numú se pararon tímida­mente junto a la desembocadura del Tumdú, tri­butario del Kronkel, tratando desesperadamente de dominar el temblor de sus rodillas al oír al este el pulsante rugido de los motores Diesel.

Pareció transcurrir un siglo antes de que los dos monstruos aparecieran y se dirigieran hacia don­de estaban los tres hombres.

Haciendo arduos es­fuerzos por ocultar su timidez, el desnudo trío siguió de pie, temblando con los presentes de ali­mentos en las manos y preguntándose si acaso ellos mismos terminarían por convertirse en ali­mento de los gigantes que se acercaban.

Casi se desplomaron de alivio cuando la pri­mera lancha pasó de largo frente a ellos, virando un poco más allá y arrojando su poderosa estela a sus pies. Pero entonces, cuando aún hacían se­ñas, ¡ la segunda embarcación paró el motor y viró hacia ellos ! Nerviosamente, Kigo comenzó a chapurrear en auyú, mientras Numú y Hato movían la cabeza apoyando lo que decía. Desde el toldo, los oficiales del gobierno los miraban con curiosidad.

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Entonces desde el interior de la lancha una voz amistosa los saludó en auyú y los tres sin­tieron que se les relajaban todos los músculos del cuerpo. ¡ Quizás ahora había una esperanza de sobrevivir a este espantoso encuentro! Manos amistosas se extendieron por sobre el costado de la embarcación, aceptaron los regalos de ali­mentos y dieron el pago. Además del hombre mo­reno que hablaba auyú, Kigo, Hato y Numú se en­teraron de que iban hombres de rostros blancos, increíblemente grandes, que asimismo pronuncia­ban sonidos increíblemente extraños, y aun más, con voces bajas, increíblemente profundas.

i Estos debían de ser los tuanes!

 Sus rostros blancos parecían tan terribles al contemplarlos que los tres salvajes no podían soportar darles más que un vistazo de vez en cuando.

Pero un momento después la lancha puso el motor en marcha atrás y se alejó de la orilla. Al poco rato avanzaba ruidosamente por la kidari, en , segui­miento de su compañera.

Kigo, Hato y Numú, sintiéndose algo débiles a causa de la tensión nerviosa, volvieron a la jungla y vieron que los hombres de Haenam y de Kamur salían a hurtadillas de entre los arbustos. Cuando fue evidente que los dos barcos ya es­taban a bastante distancia, todos los sawis, pre­sas de gran excitación, corrieron en dirección de los tres héroes.

Con orgullo, Kigo, Hato y Numú levantaron las hojas de afeitar, los fósforos, los sedales y los anzuelos para que los vieran todos los ojos asombrados. Desde luego, todavía no tenían idea de para qué servían estas cosas o cómo se usaban.

i Pero iban a pasar varios días antes que un kayagar bien informado viniera río abajo y en forma muy ostentosa les enseñara a quitar el en­voltorio de papel rojo para que descubrieran la brillante hoja de afeitar que había adentro! ¡Tam­bién les iba a enseñar a abrir la caja de fósforos, a sacar un fósforo y a frotarlo contra el costado de la caja para producir fuego! ¡Luego les ex­plicaría con mucha deferencia que había que poner un cebo en los anzuelos para pescar un pez! Después volvería río arriba a reírse du­rante varios días de la simplicidad de los sawis al no saber detalles tan evidentes, olvidándose de que sólo hacía apenas unos cuantos meses que él había aprendido las mismas lecciones.

Sin embargo, para Kigo, Hato y Numú el prin­cipal valor de estos objetos no consistía tanto en sus usos prácticos, sino en el hecho de que eran trofeos tangibles de su encuentro con seres que consideraban de una raza completamente di­ferente. Estos pocos objetos eran más que eso.

 Eran también una evidencia concreta de que tres sawis valientes habían atravesado un abismo cultural equivalente a varios miles de años de des­arrollo humano.

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